A las tres menos cuarto de aquel día, la casona de estilo francés de Arroyo y Suipacha voló por el aire. Con nosotros adentro. Todos estos años, los sobrevivientes y los familiares de las víctimas estuvimos sometidos al acecho interminable de la injusticia
Por Jorge Cohen, en "Infobae"
Aquel martes 17 de marzo estaba trabajando en el segundo piso de la Embajada, en mis tareas como agregado de prensa, al igual que otros compañeros, que hacían las suyas, cerca, a pocos metros, como Marcela Droblas y Eliora Carmón.
El lugar: Arroyo y Suipacha, una esquina identitaria del viejo barrio norte de la ciudad de Buenos Aires, una casona de estilo francés, a una cuadra de la Av. del Libertador y a tres de la Av. Santa Fe; las dos puertas de ingreso a la Embajada, Arroyo 910 y 916. Unas pocas nubes, y el calor en un verano que ya se iba.
A las tres menos veinte de esa tarde, caminé por el segundo piso, hablé con Marcela y luego con Eliora. Temas menores. A las tres menos veinte pasadas, Eliora llamó al ascensor. A las tres menos cuarto la casona de Arroyo y Suipacha, de estilo francés, voló por el aire.
Con nosotros adentro.
Recuerdo ahora, en este momento -como si el tiempo se hubiera desactivado- el sonido seco y compacto, el estrépito, el estallido.
La explosión.
Marcela Droblas y Eliora Carmón quedaron bajo los escombros de la vieja casona de la calle Arroyo. Las ilusiones también quedaron bajo los escombros, los proyectos de Marcela, los cuidados maternales de Eliora hacia sus cinco hijos.
Cinco hijos.
Murieron compañeros de la Embajada, transeúntes, automovilistas, trabajadores, vecinos. El párroco de la Iglesia Mater Admirabilis, padre Brumana y las señoras Meyers, Lezcano y Erlía, que vivían en el pensionado Francisco de Asís, enfrente. Los plomeros Mandaradoni y Leguizamón, el taxista Cacciato, los albañiles Machado y Baldelomar. Los peatones Elowson, Quarín y Lancieri. Entre otros.
Hombres y mujeres del barrio.
Un atentado puntual en el antiguo barrio norte de Buenos Aires, con una enorme onda expansiva que terminó con la vida de personas comunes -como quien esto escribe o quien lee esta columna- de seis nacionalidades: argentinos, israelíes, uruguayos, paraguayos, bolivianos e italianos.
Seis nacionalidades.
Como Carlos Susevich, que luchó porque quería saber quién había asesinado a su hija el 17 de marzo, y murió sin saberlo, en 2018, a los 94 años.
El recuerdo del 17 de marzo pareciera diluirse entre la bruma del olvido, pero retorna, vuelve, se resiste.
No se va, para incomodidad -aunque sea eso- de quienes tuvieron que cumplir con su deber y no lo hicieron.
Hay que decirlo cuantas veces sea necesario: pasa el tiempo -que se ha vuelto un temporal- y aún no hay ni hubo detenidos, aún no hay ni hubo acusados. Nada por aquí, nada por allá.
Todos estos años, los sobrevivientes y los familiares de las víctimas estamos sometidos sin prisa y sin pausa al acecho interminable de la injusticia.
Sin prisa y sin pausa.
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