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Para escribir crónicas hay que tener algo de kamikaze


Foto: "Kamikaze Pilot (youtube)", cheng-long chang@Flickr. Foto: “Kamikaze Pilot (youtube)”, cheng-long chang@Flickr.
Por: Alberto Salcedo Ramos  (Revista Mexicana de Comunicación)

Para mí la crónica es un género que tiene la oportunidad del periodismo y la belleza de la literatura. Hacer crónicas es investigar como los reporteros y escribir como los escritores.

Ciertamente se habla de nosotros (los cronistas) en los foros académicos, se nos exalta, se habla de nuestros libros, pero yo sé que muchos colegas siguen considerándonos una especie sospechosa. Nos ven como tipos desorientados que se dedican a hacer literatura a un ritmo indolente, mientras los demás miembros de la familia periodística sudan la gota gorda para cumplir la cuota informativa diaria.

Creo, en todo caso, que hoy gozamos de un cierto prestigio. Y eso tampoco es que me guste mucho. La idea de pertenecer a una corriente que quizá fue transgresora y que finalmente se ha convertido en una fiebre generalizada, no me resulta estimulante. Me preocupa que muchos de quienes se arriman hoy al género, atraídos por el furor, tengan la actitud de quien practica un deporte de moda.

La asignatura pendiente de la crónica en América Latina es el tema del poder, como lo señala la escritora colombiana Marianne Ponsford. Parecería existir el pacto tácito de que los cronistas escribimos sobre seres derrotados, excluidos, mientras los reporteros que surten las primeras planas de los diarios se ocupan de los personajes influyentes del gobierno y de las finanzas, y eso es un despropósito. Los cronistas también deberíamos meter nuestros ojos fisgones en los ámbitos de la gente que rige nuestros destinos.

Por otra parte, noto señales de estancamiento en la manera de contar las historias. Tenemos un formato ya probado que incluye escenas, frases ocurrentes, subjetividad, pero echo de menos una audacia mayor en el manejo de las formas, una experimentación más arriesgada en el manejo del tiempo y aun en el lenguaje. Ningún diagnóstico sería completo si se ignorara la situación laboral de los cronistas: ¿cuántos pueden darse el lujo de sobrevivir económicamente gracias al oficio de contar historias? Pocos, en realidad. Creo que caben en los dedos de una mano y sobran dedos. Toca ayudarse con actividades alternas como la participación en congresos, la pedagogía y otras labores. Por eso García Márquez dijo una vez que América Latina es una región de escritores cansados. Uno escribe su obra en el tiempo que le queda tras hacer un montón de tareas con las cuales consigue el pan del día a día.

Mi principal reto ha sido defender el tiempo para dedicarme a escribir crónica. Perseverar en el género a pesar de las dificultades. Creo que eso es posible, en parte, gracias al compromiso individual de los propios cronistas, sin el cual todo el andamiaje se vendría abajo.

Para escribir crónicas hay que tener algo de kamikaze, hay que estar dispuesto a hacerse inmolar por defender esa pasión. De otro modo no funciona. Éste no es un género propicio para periodistas aburguesados, y en este sentido yo siempre tengo a la mano esta cita de Hemingway: “La distancia entre el toro y el torero es inversamente proporcional al dinero que el torero tiene en el banco”.

Existe el riesgo de que un periodista de éxito pierda las ganas de acercarse a los cuernos del toro, y así ya le queda complicado hacer crónicas. Entonces, para volver al punto, creo que en América Latina el auge de la crónica obedece en un gran porcentaje a que ha habido cronistas comprometidos. Muchos creemos, además, en el valor literario del género y no pensamos que sea un oficio menor, un simple trampolín para después volar hacia instancias más altas.

Tom Wolfe usaba una analogía para referirse a aquellos escritores que en los años sesenta hacían periodismo narrativo sin convicción, sólo para tener algo a lo cual dedicarse mientras daban el gran golpe con una novela: decía que para esos escritores el periodismo narrativo era como entrar a un motel a pasar el tiempo con una chica transitoria, mientras conseguían una mujer respetable –es decir, una novela–  y podían llevarla al altar. Pues bien: yo creo que en mi generación hay varios cronistas que la estamos pasando de maravilla en el motel con la chica mal vista.

Ahora hay una mayor conciencia sobre los alcances del género. Debido a que la crónica se volvió una fiebre subcontinental, hay más gente interesada en cuidarla como producto. Las historias se cuentan de una manera menos intuitiva y más profesional. El talento del cronista, que siempre había brotado silvestre por estos lares, ahora está un tanto sofrenado por la rienda de los editores. Eso, a mi juicio, mejora ostensiblemente su calidad periodística y literaria.

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