Por: Alberto Salcedo Ramos (Revista Mexicana de Comunicación)
Para mí la crónica es un género que tiene la oportunidad del
periodismo y la belleza de la literatura. Hacer crónicas es investigar
como los reporteros y escribir como los escritores.
Ciertamente se habla de nosotros (los cronistas) en los foros
académicos, se nos exalta, se habla de nuestros libros, pero yo sé que
muchos colegas siguen considerándonos una especie sospechosa. Nos ven
como tipos desorientados que se dedican a hacer literatura a un ritmo
indolente, mientras los demás miembros de la familia periodística sudan
la gota gorda para cumplir la cuota informativa diaria.
Creo, en todo caso, que hoy gozamos de un cierto prestigio. Y eso
tampoco es que me guste mucho. La idea de pertenecer a una corriente que
quizá fue transgresora y que finalmente se ha convertido en una fiebre
generalizada, no me resulta estimulante. Me preocupa que muchos de
quienes se arriman hoy al género, atraídos por el furor, tengan la
actitud de quien practica un deporte de moda.
La asignatura pendiente de la crónica en América Latina es el tema
del poder, como lo señala la escritora colombiana Marianne Ponsford.
Parecería existir el pacto tácito de que los cronistas escribimos sobre
seres derrotados, excluidos, mientras los reporteros que surten las
primeras planas de los diarios se ocupan de los personajes influyentes
del gobierno y de las finanzas, y eso es un despropósito. Los cronistas
también deberíamos meter nuestros ojos fisgones en los ámbitos de la
gente que rige nuestros destinos.
Por otra parte, noto señales de estancamiento en la manera de contar
las historias. Tenemos un formato ya probado que incluye escenas, frases
ocurrentes, subjetividad, pero echo de menos una audacia mayor en el
manejo de las formas, una experimentación más arriesgada en el manejo
del tiempo y aun en el lenguaje. Ningún diagnóstico sería completo si se
ignorara la situación laboral de los cronistas: ¿cuántos pueden darse
el lujo de sobrevivir económicamente gracias al oficio de contar
historias? Pocos, en realidad. Creo que caben en los dedos de una mano y
sobran dedos. Toca ayudarse con actividades alternas como la
participación en congresos, la pedagogía y otras labores. Por eso García
Márquez dijo una vez que América Latina es una región de escritores
cansados. Uno escribe su obra en el tiempo que le queda tras hacer un
montón de tareas con las cuales consigue el pan del día a día.
Mi principal reto ha sido defender el tiempo para dedicarme a
escribir crónica. Perseverar en el género a pesar de las dificultades.
Creo que eso es posible, en parte, gracias al compromiso individual de
los propios cronistas, sin el cual todo el andamiaje se vendría abajo.
Para escribir crónicas hay que tener algo de kamikaze, hay que estar
dispuesto a hacerse inmolar por defender esa pasión. De otro modo no
funciona. Éste no es un género propicio para periodistas aburguesados, y
en este sentido yo siempre tengo a la mano esta cita de Hemingway: “La
distancia entre el toro y el torero es inversamente proporcional al
dinero que el torero tiene en el banco”.
Existe el riesgo de que un periodista de éxito pierda las ganas de
acercarse a los cuernos del toro, y así ya le queda complicado hacer
crónicas. Entonces, para volver al punto, creo que en América Latina el
auge de la crónica obedece en un gran porcentaje a que ha habido
cronistas comprometidos. Muchos creemos, además, en el valor literario
del género y no pensamos que sea un oficio menor, un simple trampolín
para después volar hacia instancias más altas.
Tom Wolfe usaba una analogía para referirse a aquellos escritores que
en los años sesenta hacían periodismo narrativo sin convicción, sólo
para tener algo a lo cual dedicarse mientras daban el gran golpe con una
novela: decía que para esos escritores el periodismo narrativo era como
entrar a un motel a pasar el tiempo con una chica transitoria, mientras
conseguían una mujer respetable –es decir, una novela– y podían
llevarla al altar. Pues bien: yo creo que en mi generación hay varios
cronistas que la estamos pasando de maravilla en el motel con la chica
mal vista.
Ahora hay una mayor conciencia sobre los alcances del género. Debido a
que la crónica se volvió una fiebre subcontinental, hay más gente
interesada en cuidarla como producto. Las historias se cuentan de una
manera menos intuitiva y más profesional. El talento del cronista, que
siempre había brotado silvestre por estos lares, ahora está un tanto
sofrenado por la rienda de los editores. Eso, a mi juicio, mejora
ostensiblemente su calidad periodística y literaria.
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