El divulgador de la ciencia no
sustituye o desplaza al científico, sino que lo incorpora al proceso de
divulgación como una voz autorizada que interactúa con aquellos actores
sociales a quienes la labor del científico afecta. A su vez, tampoco
relega al público al papel de un receptor pasivo o acrítico de la
información científica, sino busca estimular el potencial dialógico del
escucha como interlocutor, es decir, como participante activo en una
interacción que aspira a convertirse en dialógica: aprehender y
comprender, desde el marco de su experiencia vivencial, el sentido y el
impacto de la ciencia como parte orgánica, integral, de la vida
colectiva.
Por: Felipe López Veneroni
En "Revista Mexicana de Comunicación"
I
Como toda disciplina, el estudio de la comunicación no es el
resultado de una única teoría. En la construcción y definición del campo
problemático que reclama como propio y que, a su vez, lo vincula con
otras disciplinas análogas (desde la sociología y la ciencia política,
hasta la lingüística y la economía), intervienen diversos puntos de
vista epistémicos y conceptuales que se engarzan dentro de un
determinado paradigma, como lo define Thomas Kuhn (1998), es
decir: dentro de un determinado modo de concebir el conocimiento,
establecer sus normas y reglas y delimitar los procedimientos
metodológicos que lo validan ante la comunidad científica.
Más que hablar de una teoría o de una ciencia de la comunicación, es pertinente precisar si nos referimos a la teoría funcionalista de la comunicación, a la teoría estructuralista, a la de sistemas o la fenomenológica,
ya que cada una tiene implicaciones particulares en el modo de entender
y plantear los problemas de investigación, en la forma de delimitar el
objeto de estudio e incluso en cómo se traducen estas cuestiones al
mundo práctico.
Ahora bien, el hecho de que existan diversos paradigmas no implica,
como subraya Kuhn, que éstos se anulen mutuamente. Los postulados de la
relatividad no implican que la mecánica clásica esté equivocada in toto,
del mismo modo en que el paradigma monetarista en la teoría económica
no anula la validez de muchos de los postulados del materialismo
histórico, o bien, del modelo de la economía mixta de Keynes. Kuhn se
refiere a esta situación como la coexistencia de varios
paradigmas que se disputan el predominio –sin que ninguno lo alcance
completamente– de uno o varios campos de conocimiento.
En el caso que nos ocupa, las diferentes teorías que han buscado
definir y delimitar el campo de la comunicación pueden agruparse, de
manera muy esquemática para fines de la exposición, en tres paradigmas
fundamentales:
1. El paradigma sistémico funcionalista está sustentado en los
estudios empíricos sobre las preferencias de audiencias y los efectos
de los mensajes radiales entre los electores norteamericanos de la
década de 1930 de Lazarsfeld y Schramm y en la teoría matemática de la
información, que Claude Shannon desarrolla para la ATT en la década de
los cuarenta a fin de mejorar la calidad de las señales en el servicio
de telefonía.
Parte de una diferenciación entre un emisor especializado y un
receptor generalizado y entiende la comunicación como un proceso
instrumental, tecnológicamente mediado, que opera en términos de
circuitos que se abren al momento de la transmisión y se cierran al
momento de la recepción. En tal sentido, el proceso de la comunicación
se materializa como una actividad técnico-profesional ligada a la
reproducción especializada del discurso en términos de publicidad,
mercadotecnia, relaciones públicas, producción audiovisual, periodismo
o, también, divulgación de la ciencia.
2. El paradigma crítico dialéctico está sustentado en una
revisión crítica de la categoría marxista de ideología y su dependencia
de la estructura económica. Para los teóricos de esta escuela, la
característica del capitalismo moderno es subvertir el orden: la
estructura económica pasa en buena medida a depender de la
superestructura ideológica gracias, precisamente, a la capacidad de
reproducción mecánica (y electrónica) de los mensajes a través de los
medios y las tecnologías de la información.
Entienden a los medios no como espacios de libre discusión o
deliberación, sino como constitutivos de lo que llaman industria
cultural de masas. Si el trabajo es el instrumento de explotación
material de las masas modernas, al apropiarse el sistema de la riqueza
socialmente producida, la industria cultural de masas es el instrumento
de explotación espiritual de las masas modernas, al apropiarse del
tiempo libre del sujeto y alienarlo y enajenarlo de sus verdaderos
intereses a través de la promoción de una lógica del consumo
publicitario y la reducción de lo cultural a sus niveles más básicos e
inicuos.
3. El paradigma lingüístico-antropológico está sustentado en
una perspectiva filosófico humanística, en el sentido de considerar a la
comunicación no como una actividad técnico– profesional, ligada a la mediación tecnológica,
sino como una propiedad ontológica del Sujeto (todo ser humano por el
sólo hecho de serlo es, ante todo, un sujeto comunicante), ligada a la
mediación dialógica, que se materializa antropológicamente en la
producción y el pensamiento simbólicos.
Más que un proceso instrumental, la comunicación constituye un modo
de interacción social, el espacio de intersubjetividad que permite
estructurar una cohesión relativamente racional sobre el individuo, la
comunidad y el cosmos. Comunicar es operar interactivamente dentro de un
determinado horizonte histórico y cultural que permite generar una
comunidad de sentido; en tanto que no hay lenguaje privado, sino que
éste es siempre compartido, la comunicación es la construcción y
transformación del espacio público por excelencia: aquel donde la
deliberación y la argumentación lógico racional no sólo es posible sino
que nos compete a todos.
II
Señalo que estos paradigmas no son exclusivos de la comunicación,
sino que son relativos a las diversas disciplinas de lo que se denomina región epistemológica
de las ciencias sociales y las humanidades (Foucault, 2008). De estos
modelos, quizás el más conocido es el sistémico funcionalista. Por regla
general su semántica –emisor, receptor, ruido, retroalimentación,
entropía– y su modelo teórico –transmisión/recepción de mensajes a
través de uno o varios medios con una finalidad específica–, se ha
establecido como el paradigma dominante de la comunicación, pero sobre
todo el que más ha influido en lo que para muchos constituye una
extrapolación y confusión entre dos universos completamente distintos:
el de la operación instrumental de la información y el de la interacción
social comunicativa.
Otro tanto ocurre con el paradigma crítico-dialéctico. La obra fundamental de sus fundadores, La dialéctica del iluminismo,
abre un espacio de reflexión crítica respecto de las ideas del progreso
técnico de Occidente y cómo éste, en tanto que racionalidad
instrumental, lejos de conducir a la emancipación colectiva, ha
revertido negativamente el conocimiento científico (en su vertiente de
tecno-ciencia (Echeverría, 2003) hacia la dominación política y
económica y la degradación del ambiente material (ecología) y del
ambiente humano (cultura).
Me concentraré entonces en el paradigma lingüístico-antropológico
porque éste es el menos conocido en nuestras latitudes y porque
considero que ofrece el mayor rigor epistemológico y conceptual y se
abre a la mayor complejidad analítica.
Podemos concebir una sociedad sin periodismo, sin radio y televisión o
aun sin escritura; lo que no podemos es concebir una sociedad sin
lenguaje. El lenguaje antecede todas las formas especializadas de
reproducción del discurso. Del mismo modo en que, como lo han hecho
notar E. Cassirer y el L.Wittgenstein tardío: no es el lenguaje el que se deriva de la lógica,
sino la lógica la que se deriva del lenguaje, puede decirse que la
comunicación no se deriva de los medios tecnológicos sino, por el
contrario, éstos sólo han sido posibles en la medida en que prexisten comunidades de sentido lingüísticamente fundadas.
El giro hacia una concepción lingüístico-antropológica de la
comunicación parte del estudio crítico no de las señales, cuanto de la
articulación de sistemas de signos y símbolos. Primeramente, que todo
signo y símbolo son artificiales y convencionales, vale decir, son una
creación cultural y su relación con lo que representan no es inmediata
sino, todo lo contario, mediata. Nos permiten referir aquello que no
necesariamente está presente, aquello que ya ocurrió o aun aquello que
todavía no existe, o bien, que no guarda una relación con nada en
particular (un número) pero que aun así significa algo (Cassirer, 2005).
El signo no sólo es indicativo de algo (como la señal) sino que su
función se amplía a la designación; el símbolo, a su vez, alcanza una
función significativa.
III
Al transferir el objeto de la comunicación a lo lingüístico, este
paradigma lleva a cabo un proceso de reducción lógica análogo al que
planteó Demócrito para las ciencias naturales. Es decir, así como toda
la materia puede ser reducida a su estructura atómica, aquí podemos
decir que todo discursivo –desde una obra literaria hasta un enunciado
lógico formal, pasando por una conversación– se puede reducir a su
estructura simbólica. El signo y el símbolo cumplen una función análoga
a la del átomo en las ciencias de la naturaleza. Así como en éstas el
átomo se convierte, directa o indirectamente, en el objeto de estudio,
el signo y el símbolo –como entidades abstractas o como elementos
estructurados en una determinada forma discursiva– se convierten en el
objeto de estudio de la comunicación.
Desde el punto de vista de este paradigma, la comunicación estudia,
por un lado, las estructuras de significación por las cuales nos
referimos al mundo y a la realidad y, por el otro, las interacciones que
se desprenden de éstas y cómo se traducen en formas concretas de entendimiento
(Chomsky, 1978). Por otra parte, tampoco diferencia al emisor del
receptor, como si cada uno fuera una entidad especializada, sino que los
integra en términos de interlocutores con competencias lingüísticas
análogas.
Puesto que no hay nada que nos sea más común y compartido que el
lenguaje mismo (de otra manera el emisor no podría enviar ningún mensaje
al receptor), todos los actores sociales son, o cuando menos tienen
potencialmente la capacidad de ser, de manera simultánea, enunciantes y
escuchas que, al entablar una interacción lingüística mediada en el
marco de una comunidad de sentido o universo de referencia simbólico
común, recrean continuamente las estructuras de significación para
generar nuevos sentidos.
El problema aquí ya no es el “quién dice que, a quién, cuándo y cómo”
sino una interacción más compleja, que incluye al escucha o “receptor”,
es decir: qué es lo que se quiere decir (intención y sentido); qué es
lo que se acaba diciendo (configuración formal del mensaje) y, acaso más
importante, qué es lo que se entendió.
Simplemente entre los primeros dos elementos de la interacción –el
qué se quiere decir y qué es lo que en realidad se dice– hay un
universo de complejidad que no se resuelve de forma mecánica. Con enorme
frecuencia lo que decimos no es lo que queríamos decir y con
regularidad estamos reformulando y reinterpretando nuestros enunciados
y proposiciones. Añadámosle lo que el interlocutor a su vez aporta (cómo capta, traduce y re-significa lo que decimos) y podrá advertirse la verdadera complejidad del fenómeno comunicativo (esto sin tocar las implicaciones que tiene traducir de un lenguaje ordinario a otro, o bien, de un campo de significación –el lógico matemático, por ejemplo– a otro, como el del lenguaje ordinario).
y proposiciones. Añadámosle lo que el interlocutor a su vez aporta (cómo capta, traduce y re-significa lo que decimos) y podrá advertirse la verdadera complejidad del fenómeno comunicativo (esto sin tocar las implicaciones que tiene traducir de un lenguaje ordinario a otro, o bien, de un campo de significación –el lógico matemático, por ejemplo– a otro, como el del lenguaje ordinario).
Desde la perspectiva del paradigma lingüístico-antropológico, la
comunicación es un atributo de la sociedad en su conjunto y la función
práctica de quien la estudia no se limita únicamente al campo analítico
(semiótica) o interpretativo (hermenéutica), sino que se traduce en una
práctica de la clarificación (pragmática). El comunicólogo no es
un especialista que configura mensajes para un fin determinado, sino más
bien un facilitador de la interacción comunicativa: busca generar las
condiciones racionales para que, a través de una clarificación de temas
centrales y de los términos que mejor nos permita comprender y
referirnos a ellos, pueda florecer una mediación dialógica cuyo objeto
es a un mutuo entendimiento y construir un acuerdo racional sustentando
en la deliberación y en una lógica argumentativa (Habermas, 1992).
IV
Aunque habría que hacer un trabajo de calibración teórica más serio,
no considero que la divulgación de la ciencia –que estaría contemplada
dentro de una lógica comunicacional en tanto que opera desde un universo
de referencia simbólico común y recurre a estructuras de significación
vigentes en una comunidad de sentido– sea esencialmente ajena a estos
tres paradigmas.
Desde luego, la divulgación puede verse desde una perspectiva
sistémico funcionalista, en la que el divulgador asume una suerte de
papel protagónico, en el que se asume como responsable del mensaje o
emisor especializado del conocimiento científico. En su versión más
básica, su función sería propiamente dicha la de informar, es decir, dar
a conocer y presentar a un público determinado datos, referencias y
noticias referente al mundo de la ciencia, traduciendo a un lenguaje
periodístico u ordinario lo que el científico ha construido como una
proposición lógico formal o una ecuación matemática.
En un segundo nivel de complejidad podría no sólo informar, sino formar,
es decir, ampliar la percepción social de la ciencia fomentando una
cultura científica más rica, través de programas didácticos, cursos
introductorios, diplomados o, como Universum y ¿Cómo ves?,
a través de exhibiciones, publicaciones, videos o programas radiales.
En este nivel, el trabajo de la divulgación necesariamente supone una
mayor interacción con el público y requiere de una relación
interdisciplinaria con pedagogos, diseñadores gráficos, fotógrafos y
artistas.
Por otra parte, la divulgación de la ciencia también puede entenderse
desde una perspectiva crítico-dialéctica, en la que el objeto mismo de
la divulgación radique en presentar las oposiciones culturales,
ecológicas, económicas y políticas que supone la investigación
científica. El divulgador científico asumiría, desde esta perspectiva,
un papel más crítico: pondría la información científica en relación con
las condiciones de vida de la sociedad, para tratar de dilucidar los
efectos tanto positivos como negativos de la ciencia.
¿Cuáles son los riesgos de las centrales nucleares? ¿Qué relación
guarda la tecnificación de la economía con la degradación del medio
ambiente? ¿Hasta qué punto las presiones comerciales y políticas afectan
el quehacer científico, distorsionando su potencial creativo justamente
en sentido contrario, es decir, a la producción de armamento o
tecnología cada vez más letal? Estas interrogantes formarían parte
integral de la acción misma de la divulgación y, consecuentemente, no
sólo tendrían un impacto informativo, sino también formativo en el
sentido de promover una conciencia crítica respecto de la investigación
científica y el desarrollo tecnológico.
El divulgador de la ciencia no sustituye o desplaza al científico,
sino que lo incorpora al proceso de divulgación como una voz autorizada
que interactúa con aquellos actores sociales a quienes la labor del
científico afecta. A su vez, tampoco relega al público al papel de un
receptor pasivo o acrítico de la información científica, sino busca
estimular el potencial dialógico del escucha como interlocutor, es
decir, como participante activo en una interacción que aspira a
convertirse en dialógica: aprehender y comprender, desde el marco de su
experiencia vivencial, el sentido y el impacto de la ciencia como parte
orgánica, integral, de la vida colectiva.
En este contexto, el divulgador no se convierte en un especialista
del mensaje científico, ni mucho menos en una autoridad del discurso
científico como tal, sino en un agente mediador entre quienes
producen el conocimiento, es decir, la comunidad científica y los grupos
sociales directa e indirectamente involucrados por el conocimiento y la
actividad científicos (tanto en sentido negativo de afectación como en
un sentido positivo de beneficio). Su labor consiste no sólo en informar
sobre las actividades científicas, sino en tratar de traducir a
términos de entendimiento común –fundamentalmente lingüísticos– los
conceptos y logros de la ciencia, así como en clarificar las formas de
locución y referencia para centrar los puntos de discusión debate.
Así, el divulgador de la ciencia procuraría acercar a los actores
sociales con la comunidad científica y a ésta con aquéllos,
estableciendo las bases de un posible mutuo entendimiento basado en una
racionalidad argumentativa. Para ello más que operar como una suerte de
intermediario o mensajero (uno piensa, metafóricamente, en Prometeo y
vean cómo le fue) entre el científico y la sociedad, es necesario
involucrar e incluir tanto al científico como al actor social en la
construcción de estas bases.
Los instrumentos para esta labor pueden ser, efectivamente, los
medios mecánicos y electrónicos de información, así como los espacios
educativos o de debate y deliberación pública, como el Congreso o las
instituciones de educación. Pero lo fundamental, y en esto hay que
insistir, no es la tecnología en sí mismas, sino el sentido del uso social
que se le dé a ésta. A su vez, el uso de técnicas discursivas como la
metáfora, la analogía y en general de los recursos de la imaginación
simbólica, tendrán un efecto más positivo en la medida en que la
divulgación científica esté orientada:
1) A la inclusión tanto del científico como de los actores sociales como parte integral de la interacción comunicativa y
2) A generar mecanismos de comprensión que permitan al actor
social incorporar el conocimiento científico como parte de su mundo de
vida, sólo a partir del cual puede darle sentido.
De ahí que la primera tarea de la divulgación, desde el tercero de
estos paradigmas, no sea meramente la del ajuste o adecuación de los
términos científicos a una forma más sencilla, sino la de la comprensión del sentido: tanto de lo que el científico ha querido decir (i.e., “no hay puntos de referencia universalmente válidos”) como de lo que los públicos pueden y quieren entender (¿Cómo? ¿Entonces todo
es relativo?). Y esa es precisamente la labor de la mediación:
plantearse a medio camino entre la estructura lógica del discurso
científico y la lógica estructural del discurso de sentido común para
tratar de favorecer una empatía, un encuentro del entendimiento.
En última instancia de lo que se trata es de construir una plataforma común de sentido que posibilite el mutuo entendimiento entre el modo en que la ciencia significa el mundo, las expectativas que el sentido común
tiene de la ciencia. No es un problema estrictamente técnico, sino más
bien etnográfico: la primera condición para “convencer” al otro, para
interactuar con él/ella, es tratar de comprender su punto de vista, cómo
piensa, qué expectativas tiene.
Vemos entonces una operación que se despliega en un doble sentido:
a) La ciencia es capaz de alterar el sentido de un
término corriente al incorporarlo a la lógica de su estructura
discursiva, o bien, de generar nuevos términos para referirse a una
realidad o a un proceso de la realidad que no se había contemplado
b) Pero también, la sociedad es capaz de retomar esos términos
para incorporarlos a sus interacciones semánticas cotidianas, aun
cuando no necesariamente se utilicen con la misma precisión o en el
mismo sentido en que fueron científicamente acuñados.
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