Por Manuel Mora y Araujo, en Perfil (Argentina)
La política cambió en forma parecida. Hace medio siglo, la vida política se organizaba a través de los partidos. Estos generaban la oferta de referentes y candidatos y gestionaban la comunicación política en función de su presencia territorial. Mucha gente pertenecía a algún partido, efectiva o simbólicamente, y definía su voto por sus lealtades a algún partido o a veces a sus líderes. Para seguir con esta analogía con el mercado de los medios, el de la política se parecía al de la prensa gráfica y el de la televisión abierta: una oferta bastante estable para una estructura de demanda bastante estable. No es lo que sucede hoy con los nuevos medios ni con la política mediatizada, que son notoriamente más inestables.
El cable acercó a la televisión a las condiciones del mercado de la radio: alta diversificación de la demanda. Pero el cambio mayor se produjo con los medios interactivos: pueden proliferar indefinidamente, porque el costo de entrada y de producción es bajísimo, lo que torna económicamente viable producir lo que uno quiera. Y, habiendo oferta, la demanda se hace presente de inmediato en toda su diversidad potencial. Otro gran cambio que afectó a la televisión fue el control remoto, un instrumento que volcó fuertemente el equilibrio de poder a favor del público.
La política sin partidos, que es hoy dominante, se desarrolla a través de los nuevos medios, con un público que tiene en la mano el control remoto o el mouse de la computadora.
La entrada al lado de la oferta es casi gratis; cualquiera puede declararse candidato. El público tiene la palabra, y por eso vemos la impresionante proliferación de políticos sin muchos seguidores –oferta sin consumidores– y la alta fluctuación en la imagen de los políticos a través del tiempo, con subas y bajas comparables con las de las estrellas televisivas y nada parecidas a la política en tiempos de los partidos. Y, del mismo modo que sucedía con la radio medio siglo atrás, la mayoría del público elige lo que eligen los demás, y está poco informada acerca de las opciones menores.
Estos enfoques ayudan a entender la política actual, en la Argentina y en muchísimos lugares del mundo.
La mayoría de la gente no está dispuesta a informarse demasiado, y por eso sigue a los políticos que conoce –por lo bueno y por lo malo que ofrecen– y a aquellos políticos de los que otras personas hablan. Algunos políticos se convalidan en la gestión de gobierno (Cristina de Kirchner, para tomar un caso actual); otros, por sus atributos personales (Daniel Scioli, por ejemplo); además, los gobiernos disponen de algo que antes proporcionaban los partidos y que los políticos sin partido no tienen: comunicación territorial, boca a boca.
Hay distintos caminos para instalarse en la opinión pública. Pero, en definitiva, hoy todo es más fugaz, más volátil; la imagen es más efímera.
Una primera conclusión de este análisis, referida a la situación política actual de la Argentina, es que el Gobierno nacional entiende esto y procura destruir a todo político conocido por una gran parte de la ciudadanía para no tener competencia. Es un camino con riesgos: el Gobierno no puede anticipar si, buscando ese objetivo, no podría destruir al mismo tiempo sus propios atributos positivos. Podría ocurrir que consiga no tener competidores pero que termine siendo, él mismo, igualmente no competitivo.
*Sociólogo. Profesor de la Universidad Torcuato di Tella
Hacia los años 50, un grupo de sociólogos de la
Universidad de Columbia, en Nueva York, investigó la comunicación de masas,
analizando entre otras cosas la estructura del mercado de los medios de prensa.
La radio era en aquellos tiempos el medio masivo por excelencia; ellos
descubrieron las pautas generales que organizaban las decisiones del público
para sintonizar una emisora y no otra. Un libro de William McPhee, en 1963,
resumió exhaustivamente esos análisis. Demostró que las señales con más
audiencia crecen precisamente porque tienen mucho público, y ese público tiende
a ser el menos informado acerca de otras opciones; aunque es, en alguna medida,
un público cautivo, si el producto que se le ofrece no le resulta satisfactorio
sale a buscar otra oferta. Muchos programas con menor audiencia, en cambio, se
sostienen en nichos pequeños y acotados de consumidores que mantienen
preferencias bien definidas y diferenciadas; estos son, por lo general, públicos
más informados que tienen más claro qué están
buscando.
El mercado de la radio
era en aquellos tiempos lo más parecido a los mercados de los medios de hoy. Lo
mismo puede decirse –aunque es menos obvio– del mercado de la política. Como los
costos de producción de señales de radio eran mucho más bajos, era más fácil
entrar a ese mercado, y precisamente eso hacía posible una diversificación de la
oferta para satisfacer una amplia diversidad de nichos de demanda. En nuestros
días, la estructura de los mercados de la televisión por cable y los incipientes
medios digitales –y otros, como el de la música– ha sido analizada por el
especialista contemporáneo inglés Chris Anderson. Su libro La cola larga es tan
imprescindible para entender los medios de hoy como lo fue el de William McPhee
en 1963.
La política cambió en forma parecida. Hace medio siglo, la vida política se organizaba a través de los partidos. Estos generaban la oferta de referentes y candidatos y gestionaban la comunicación política en función de su presencia territorial. Mucha gente pertenecía a algún partido, efectiva o simbólicamente, y definía su voto por sus lealtades a algún partido o a veces a sus líderes. Para seguir con esta analogía con el mercado de los medios, el de la política se parecía al de la prensa gráfica y el de la televisión abierta: una oferta bastante estable para una estructura de demanda bastante estable. No es lo que sucede hoy con los nuevos medios ni con la política mediatizada, que son notoriamente más inestables.
El cable acercó a la televisión a las condiciones del mercado de la radio: alta diversificación de la demanda. Pero el cambio mayor se produjo con los medios interactivos: pueden proliferar indefinidamente, porque el costo de entrada y de producción es bajísimo, lo que torna económicamente viable producir lo que uno quiera. Y, habiendo oferta, la demanda se hace presente de inmediato en toda su diversidad potencial. Otro gran cambio que afectó a la televisión fue el control remoto, un instrumento que volcó fuertemente el equilibrio de poder a favor del público.
La política sin partidos, que es hoy dominante, se desarrolla a través de los nuevos medios, con un público que tiene en la mano el control remoto o el mouse de la computadora.
La entrada al lado de la oferta es casi gratis; cualquiera puede declararse candidato. El público tiene la palabra, y por eso vemos la impresionante proliferación de políticos sin muchos seguidores –oferta sin consumidores– y la alta fluctuación en la imagen de los políticos a través del tiempo, con subas y bajas comparables con las de las estrellas televisivas y nada parecidas a la política en tiempos de los partidos. Y, del mismo modo que sucedía con la radio medio siglo atrás, la mayoría del público elige lo que eligen los demás, y está poco informada acerca de las opciones menores.
Estos enfoques ayudan a entender la política actual, en la Argentina y en muchísimos lugares del mundo.
La mayoría de la gente no está dispuesta a informarse demasiado, y por eso sigue a los políticos que conoce –por lo bueno y por lo malo que ofrecen– y a aquellos políticos de los que otras personas hablan. Algunos políticos se convalidan en la gestión de gobierno (Cristina de Kirchner, para tomar un caso actual); otros, por sus atributos personales (Daniel Scioli, por ejemplo); además, los gobiernos disponen de algo que antes proporcionaban los partidos y que los políticos sin partido no tienen: comunicación territorial, boca a boca.
Hay distintos caminos para instalarse en la opinión pública. Pero, en definitiva, hoy todo es más fugaz, más volátil; la imagen es más efímera.
Una primera conclusión de este análisis, referida a la situación política actual de la Argentina, es que el Gobierno nacional entiende esto y procura destruir a todo político conocido por una gran parte de la ciudadanía para no tener competencia. Es un camino con riesgos: el Gobierno no puede anticipar si, buscando ese objetivo, no podría destruir al mismo tiempo sus propios atributos positivos. Podría ocurrir que consiga no tener competidores pero que termine siendo, él mismo, igualmente no competitivo.
*Sociólogo. Profesor de la Universidad Torcuato di Tella
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