Las ofertas de empresas a personas influyentes en las redes sociales ponen a prueba los límites de la publicidad encubierta
Iñigo López Palacios (El País, de España)
¿Qué haría usted si le ofrecen dinero por un tuit? Aun más, imagine
que ni siquiera tiene que escribirlo. Simplemente ha de colgar en su
cuenta un link. “Un intermediario contactó conmigo en nombre de una gran marca. La oferta era vincular a un tuit un vídeo de YouTube en el que había un anuncio. La condición por cobrar era que no dijera que me pagaban”.
No es un caso único. “Sí, está pasando. A mí personalmente me han ofrecido, de una marca de bebidas, 300 euros por colgar un link”,
cuenta Mikel López Iturriaga. Ambos son lo que llamaríamos gente
corriente. Profesionales con un perfil alto en Internet. Si López
Iturriaga es el autor de El comidista,
uno de los más populares blogs gastronómicos de España, el primer
interpelado es un periodista con casi 20.000 seguidores en Twitter.
Se trata de una práctica extendida, cada vez más usual. Y eso implica la revisión de un paradigma: el de la credibilidad de los consejos en las redes sociales. Según el cliché, los medios de comunicación tradicionales pertenecen a grandes grupos empresariales y los intereses comerciales interfieren en su misión informativa.
Por eso sus recomendaciones están viciadas y no son de fiar. Los blogueros y los tuiteros se han arrogado la credibilidad que les da la comunicación persona a persona. Son gente corriente contando historias a gente corriente, supuestamente sin presiones. Como no dependen de la publicidad, ni de las ventas, se da por hecho que no tienen intereses ocultos. Sus consejos son sinceros y fiables.
¿Hasta qué punto es verdad? ¿Son realmente los usuarios de las redes sociales, de todas ellas, impermeables a los intereses comerciales o están siendo infiltrados para publicitar productos sin decírselo a sus seguidores?
Pongamos un ejemplo público: este verano un grupo de cocineros italianos se rebelaba contra los comentarios escritos por los usuarios de varias poderosas webs que recomiendan restaurantes. El matiz importante es que no se quejaban del contenido de la página, sino de los comentarios de los usuarios. Al parecer su influencia es tan grande que pueden hundir una reputación si son negativos y ensalzarla si son positivos.
Solamente eso ya sería motivo suficiente de enfado. Cualquiera puede comentar en una web. Es duro que un posible cliente se retraiga de ir a un restaurante porque un anónimo, que ni siquiera tiene que demostrar que ha visitado el local, diga que no le ha gustado. Pero se entra en terreno pantanoso si esas opiniones no solo no están fundamentadas, sino que además han sido compradas. “Los comentarios en este tipo de páginas se han convertido en una moneda de intercambio; pueden hundirte si son falsos y malévolos. Serán buenos si, a cambio, concedes algún favor”, explicaba a este periódico Aldo Cursano, vicepresidente de la federación de restauración que planteó la queja.
Hay más casos conocidos de infiltración de las compañías en las opiniones de los clientes. Un estudio de 2011 aseguraba que el 80% de los comentarios “espontáneos” que aparecían en Amazon habían recibido algún tipo de regalo. En julio, el juez William Alsup, encargado del litigio de patentes entre Google y Oracle, afirmó estar preocupado de que las compañías o sus abogados pudieran haber pagado a personas para publicar comentarios a favor de alguna de las partes.
“Se hacen cosas, es cierto. Pero no se puede decir que todas las redes sociales están manipuladas. Y la que menos, Twitter. Entre otras cosas, porque es muy complicada de manipular”, asegura Ricardo Llavador, creativo especialista en publicidad digital. “Cada caso es distinto. Con los blogs se pacta lo que se llama advertorials. Patrocinios muy claros, que se explican expresamente. Si una empresa patrocina un post, se dice y ya está. Pero en Twitter, en concreto… Es complicado. Muy complicado, e inútil. No se trata de comprar tuits. No es rentable. Hay empresas que son muy guarras y tienen prácticas poco éticas. Por ejemplo comprar seguidores en Facebook o en Twitter, para aumentar la importancia de las cuentas”.
Además de poco ético es poco práctico. La semana pasada, Facebook realizó, de oficio, una limpieza de identidades falsas. Lady Gaga ha perdido 68.000; Rihanna, casi 20.000. “Tarde o temprano, pasa siempre”, explica Llavador. “Lo inteligente es localizar a gente con prestigio. Lo que se hace es tratarles como se trataba a los periodistas antaño. Incluso con más cuidado, porque no solo no tienen la obligación de publicar nada, sino que pueden escribir una opinión negativa si tu producto no les gusta”. Un reputado tuitero confirma esta práctica. “A mí me han invitado grandes marcas a eventos que están guay, con su catering y su barra libre y su excusa (“celebramos el lanzamiento de...”). Pero luego todo está diseñado para que tuiteara desde la fiesta con su hashtag y tal. A veces tienen hasta fotomatones para tuitear fotos en mi cuenta”.
El concepto clave es la influencia. Se entiende como tal la capacidad de una persona de determinar o alterar la forma de pensar o de actuar de otra. En el argot de Internet se les denomina influencers. “A mí no me agrada demasiado el nombre. Son personas relevantes. Los hay de varios tipos. Están las celebrities si eres conocido fuera de Internet y además tienes un perfil en las redes. Pero puedes ser relevante también si no eres conocido más allá de las redes, pero en ellas tienes un número importante de seguidores”, dice Miguel Miguel, de la agencia Social Noise, que tiene un departamento dedicado en exclusiva a estos menesteres de localizar influencers.
Actualmente, se cuestiona que la relevancia de un perfil dependa de su número de seguidores. El mismo Evan Williams, uno de los fundadores de Twitter, expresaba que este baremo no debería ser tan determinante. “Creo que tendría que hacerse algo más interesante, como ver el número de retuits. La métrica soñada sería saber cuántos vieron tu tuit”.
Aun así, los primeros tentados fueron las celebrities. La razón era muy sencilla: la mayoría de los Facebook, Twitters, Pinterest o Tumblr con mayor número de seguidores pertenecen a famosos. Esto les ha proporcionado una nueva forma de conectar con sus fans. Antes dependían de los medios tradicionales. No existía la oportunidad de responderles o de interactuar con ellos. Lo hacían por medio de intermediarios, periodistas, a los que con frecuencia acusaban de manipular sus palabras. Pero hoy, pueden hablar directamente con ellos. Agradecerles su fidelidad, comentarles sus proyectos o compartir sus productos favoritos.
A esta forma de comunicarse también corresponde una nueva forma de publicidad. En el pasado, si un golfista aparecía en una revista anunciando un reloj caro no se esperaba que las masas salieran corriendo a hacerse con él. Se trataba de prestigiar la marca. Pero hoy si una famosa actriz que acaba de ser madre menciona en su Twitter, como la que no quiere la cosa, que ha comprado unos, pongamos, pañales orgánicos para su bebé, ecológicos y efectivos de una determinada marca se espera que el efecto sea que las madres del mundo que confían en ella sigan su ejemplo. Es una captación directa de clientes.
Algo inocuo a no ser que la marca aconsejada lo pague, como descubrió el futbolista Wayne Rooney. ASA —la autoridad que regula la publicidad en Reino Unido— se le echó encima después de que descubriera que uno de sus tuits escondía un anuncio comercial de una de las marcas que le patrocinan. También su homóloga estadounidense —FTC (Fair Trade Comission)— se está poniendo dura con estas prácticas. Lógico, porque los precios son astronómicos. Kim Kardashian cobra 10.000 dólares (unos 7.700 euros) por cada mensaje en el que cuela una marca sin decir que es publicidad. El rapero Snoop Dog se embolsa 7.000 (5.400 euros).
Vayamos un paso más allá. El pasado fin de semana se celebró en Madrid YouFest, un festival de artistas que se han hecho famosos gracias a YouTube. Cantantes desconocidos o músicos callejeros que recibieron millones de visitas tras colgar un vídeo en esa página. Son las microcelebrities. “¿Conoce a Ifilosofía?”, dice Miguel Miguel. “Es un filósofo que tiene 1,8 millones de seguidores. Eso es mucho más que muchos famosos”. Detrás de esa cuenta está Francisco Olmos, en teoría el anónimo español con mayor número de followers, un profesor madrileño de 48 años que, de momento, solo ha rentabilizado su éxito con un libro. Nada comparado con, por ejemplo, Michelle Phan, una estadounidense de origen vietnamita cuyo canal de consejos de belleza en YouTube tiene más de dos millones de suscriptores y ha recibido más de 500 millones de visionados. Gracias a eso fundó Myglam, una web que funciona por medio de suscripciones. Por 10 dólares mensuales (7,7 euros) se recibe cada mes una cajita con cuatro o cinco productos de belleza. La mayor parte, muestras gratuitas. La fortuna de Phan, que tiene 26 años, se estima en casi tres millones de dólares (2,3 millones de euros).
Siguiente parada: el no famoso. Últimamente, algunos tuiteros están recibiendo correos electrónicos como este: “A través de nuestra plataforma, tuiteros como tú podrán rentabilizar el uso de su cuenta de Twitter. Es muy fácil y podrás en todo momento seleccionar y adaptar la publicidad que más convenga a tu cuenta. Solo aceptamos cuentas con una cierta calidad y un mínimo de 2.500 seguidores. Nuestro equipo ha estado analizando diferentes cuentas de Twitter y creemos que la tuya puede aprovechar las ventajas de nuestra plataforma ya que cumple todos los requisitos anteriormente mencionados”.
No parecen unos criterios muy científicos de selección. “Es complejo. No puedo hablar por la competencia, pero en nuestro caso, la forma de selección es parte de nuestro know how, es por lo que los clientes nos valoran. Pero, simplificando: lo que buscamos es el relaciones públicas de toda la vida, pero en formato digital”, explica Miguel Miguel, de Social Noise
“Ellos te hacen seguimiento y, dependiendo de lo famoso que puedas ser, te pagan más o menos. A mí me han propuesto durante un mes postear ciertas cosas en Twitter o en Facebook y después me han pagado”, cuenta una barcelonesa con la única condición de que no se den pistas que lleven a desvelar su identidad. “Es publicidad encubierta. Se hace mucho, desde la de bajo nivel, para atraer a los jóvenes, hasta cosas de alto nivel. A ver, no te dicen: ‘Escribe esto’. Te dicen: ‘En este blog hay equis entradas, selecciona cuatro y recomiéndalas. Y te pagan por ello”.
Es un fenómeno importado. Hace ya dos años, The New York Times publicó un reportaje hablando de usuarios de Twitter que se endosaban 3.000 dólares mensuales (2.300 euros) por dejar que empresas usaran su cuenta. “No es nuevo, ya pasó antes con los blogs. El prestigio de muchos se fue a pique cuando se empezó a ver claro que colgaban informaciones patrocinadas sin decir que lo eran. A mí no me parece mal que paguen por tuit, siempre y cuando quede claro que han pagado”, dice Mikel López Iturriaga, El Comidista.
La idea de que este es un fenómeno inevitable, y no necesariamente negativo, es compartida por muchos, como el catedrático de Antropología Social Carles Freixa. “El sistema tiene una capacidad de fagocitación extraordinaria, y una parte de cualquier movimiento acaba irremediablemente siendo devorado. Sin embargo, al hacerlo, el mismo sistema se transforma e incorpora algo de la innovación que viene de los márgenes. Con los blogueros actuales puede estar pasando algo semejante: al marcar tendencia están señalando la dirección del cambio y el interés de las marcas por ellos indica que en parte lo están consiguiendo. Siempre habrá algunos que se mantengan puros y otros que acepten entrar en la lógica comercial (lo que no tiene por qué ser negativo si se respetan ciertos códigos éticos). La clave es cómo evitar los monopolios y, sobre todo, los oligopolios. Además, siempre habrá innovadores que inventen nuevos ámbitos de libertad no controlados por el poder”.
La última frontera es usted. Y no es un mal negocio ¿Recuerdan la primera de las ofertas que aparecía en este texto? ¿Saben cuánto pagaban? “Creo que eran 2.000 o 2.500 euros”. Él dijo que no. Pero usted, ¿qué haría?
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