Por Ernesto Martelli, en "La Nación".-
“Mucha presión, mucha presión... Hace una hora estaba reabajo, ahora estoy mejor... Pero... hay que seguir, no hay que abandonar”. Este miércoles, en su habitual tono confesional, el influencer Santi Maratea sintonizaba con un verdadero flagelo global. En medio de una campaña de recaudación en la que se propuso juntar dos millones de dólares para una niña llamada Madeleine, dejó ver esa mezcla de angustia y frustración repentinas que parece caracterizar esta etapa pospandémica de la novel profesión de la que forma parte. Esa volatilidad anímica merece ser vista como parte de un cuadro más amplio y generalizado.
Casi en simultáneo la modelo y celebridad Bella Hadid publicó una serie de imágenes llorando, en contraste con su habitual estilo impecable y de disfrute. Cosechó emotiva adhesión de muchos de sus 34 millones de seguidores: “Así son muchas de mis noches. Las redes sociales no son la realidad”.
La industria de los creadores de contenido viene desarrollándose de manera acelerada desde que YouTube empezó a pagar hace algo más de una década a quienes publicaban videos en esa red en función de los ingresos comerciales que generaban. Los youtubers fueron el primer eslabón de una cadena que hoy tiene en los streamers de Twitch, instagramers y tiktokers a sus figuras más exitosas y rentables pero que también incluye numerosos y crecientes servicios de newsletters especializados pagos. Marcas, anunciantes o seguidores dispuestos a pagarles a esos referentes dan forma a un modelo económico en pleno ascenso.
Esta misma semana, The Economist publicó una columna de la especialista e inversora Li Jin, que viene siguiendo el tema con precisión. La economía de los creadores, un colectivo atomizado de unos 50 millones de productores de contenidos a nivel global, ya representa un flujo de más de cien mil millones de dólares y contribuye de manera decisiva al valor de plataformas tecnológicas y de algunas de las empresas más valuadas del mundo. Jin augura que, tarde o temprano, pese a su debilidad actual, esos creadores se harán valer.
Pero ¿qué se esconde detrás de esos envidiables estilos de vida, de la espontaneidad, la creatividad y los innumerables likes? De un lado, una clase alta, una élite, una casta si cabe el arcaísmo recuperado, de millonarios en seguidores, sobreadaptados a la feroz competencia de las reglas del algoritmo y los holgados presupuestos del marketing digital. Del otro, “una nueva servidumbre”, como se la ha llamado en esta Edad Media: una legión de posteadores sin más éxito que una módica repercusión y alguna fama fugaz. En analogía con otro aspecto de la revolución digital, son como los repartidores de las aplicaciones de delivery o los choferes de las de transporte urbano: una fuerza anónima de freelancers que carga en su mochila con todo el peso y la responsabilidad de mover la rueda del progreso. Si durante el siglo XX ser futbolista, jugador de la NBA, rockero, modelo o artista pop era la promesa de la industria del entretenimiento para la movilidad social, hoy fama y dólares parecen llegar de la ecuación carisma + streaming.
Días atrás, un informe especializado puso blanco sobre negro el tema: el 93% de los influencers consultados siente que la actividad tuvo un impacto negativo en sus vidas y el 65% se siente sobrecargado o mal compensado económicamente. El filósofo Tomás Balmaceda rescató otro dato: la mayoría confesaba que un cambio en el algoritmo de alguna de las principales plataformas podía afectar de manera decisiva sus finanzas personales. Demasiados aspectos ajenos a su control y previsibilidad sumados a la altísima exigencia por la repercusión (los likes, los ingresos económicos…) explican el agobio y la presión excesiva que afecta especialmente a menores de 25 años, la generación más expuesta y comprometida con esta economía de creadores. Juan Marenco, CEO de la agencia BeInfluencers acota: “La presión y la ansiedad que sienten tiene que ver principalmente con que trabajan en un terreno completamente desconocido, sin reglas claras ni transparencia”.
Horas de grabación, edición, guiones, cerrar acuerdos con marcas, dialogar con seguidores, entre otras tareas, se volvieron una carga entre responsabilidades menos tangibles pero tan relevantes como tener un estilo propio o desarrollar una identidad digital que en el mejor de los casos no esté demasiado disociada de la vida offline. Meses atrás, la columnista Taylor Lorenz puso desde The New York Times el foco en esas actividades y el burnout de muchos de los influencers.
Mientras el debate crece, podremos asomarnos a algunos de esos desafíos al modo en que la industria del entretenimiento nos tiene acostumbrados: Telefé ya anuncia #DesafíoSuperLike, un reality show conducido por Stefi Roitman en el que doce influencers de moda y estilo de vida competirán mostrando sus habilidades para este novedoso, riesgoso, delicado y sinuoso arte u oficio.
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