Por Ricardo Frascara
Hoy es como mi segundo cumpleaños, ya que la noche del 2 de octubre de 1968, viví
una noche trágica en Tlatelolco, rebote del Mayo ’68 francés. Enviado
por Primerta Plana a los Juegos Olímpicos, me encontré metido de cabeza
en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, debido a que mi jefe,
Ramiro de Casasbellas, me hizo adelantar la llegada a México justamente
para analizar la levantada estudiantil. Las siguientes líneas son el
fragmento inicial de la nota que envié al día siguiente, por teletipo,
primera nota de PP contada en primera persona, por expresa autorización
de Ramiro ante un pedido mío.
"Tendido
bajo un automóvil, la visión resultaba grotesca: pies que corrían sin
destino, cuerpos que se tumbaban. Cuando pude abandonar mi refugio,
conté once cadáveres; al menos, parecían cadáveres. Pero entonces ya
clareaba el jueves; durante diez horas eternas, las balas habían
repicado a unos metros de mi nariz; a mi alrededor, los vidrios de
cientos de ventanas que se asoman a la plaza de las Tres Culturas,
estallaron sin cesar. Chihuahua, Querétaro, se llaman esos edificios que
presenciaron el siniestro combate; desde ahora son sinónimos de la
tragedia, metáforas de la muerte".
Ese era el primer párrafo de
aquella nota que quería reflejar una visión horrorizada de esa trampa
urbana en la que dejaron su vida por lo menos 50 estudiantes
(seguramente ahora la colega María Eugenia del Río tendrá una cifra
ajustada) militantes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Una
acción sobre la que días más tarde la ya entonces célebre periodista
italiana Oriana Fallaci escribiría, tras haber sido herida allí de dos
balazos: "Vengo de Vietnam, pero he corrido más peligro en la noche de
México", y seguramente no sólo aludía a la hora del tiroteo, sino que su
referencia a la noche mexicana era mucho más amplia.
Yo, al día
siguiente, mientras bajaba en el ascensor del hotel frente al monumento
del Ángel, distintivo del distrito federal, aún temblaba por aquella
masacre ciudadana, absolutamente inédita para mí, y claro, no sabía que
en la década que se aproximaba iba a cernirse sobre mi país la noche más
oscura y más prolongada de la historia moderna. En esa estada en México
viví la situación más impensada, que en aquel momento me pareció
extraída de fantasías del terror. No podía ligarla a mi realidad. El
rebote de aquellas crónicas sangrantes, cuando la edición de Primera
Plana llegó a la capital azteca, llevó a mi hotel una delegación del
círculo de corresponsales extranjeros, preocupados y fastidiados por mis
notas “exageradas” que, dijeron, los dejaban mal parados con el
gobierno.
Fueron, amablemente, a expresarme su enemistad. No había
salido de mi asombro cuando recibí una llamada del representante de
Aerolíneas Argentinas, quien me pidió pasar con urgencia por su oficina.
Allí me encontré con un hombre poco menos que angustiado que me ofrecía
de inmediato un pasaje en el avión que partiera a cualquier destino.
Temía que mis notas provocaran alguna acción no deseada contra mi
persona. Le agradecí y me negué por supuesto. No conseguía que mi mente
captara la gravedad que ellos le atribuían al caso. Todo lo contrario,
fue como una provocación para que me regocijara profesionalmente por el
ruido causado.
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