Por Alan Rusbridger, editor de "THE GUARDIAN"
El 18 de agosto, David Miranda, pareja del columnista del Guardian
Glenn Greenwald, fue detenido cuando pasaba por el aeropuerto londinense
de Heathrow de regreso a Río de Janeiro, donde vive la pareja.
Greenwald
es el periodista que ha publicado la mayor parte de los artículos sobre
vigilancia estatal sobre la base de las filtraciones del ex contratista
de la NSA Edward Snowden. El trabajo de Greenwald sin duda ha
resultado molesto e incómodo para los gobiernos occidentales. Sin
embargo, hay un considerable interés público en lo que sus artículos han
revelado.
Ha planteado preguntas en extremo inquietantes sobre
la supervisión de la inteligencia, la secreta relación entre el
gobierno y grandes empresas, así como sobre la medida en que en la
actualidad se intercepta, recopila, analiza y acumula las comunicaciones
de millones de ciudadanos.
La detención de Miranda ha
generado, y con razón, indignación internacional porque refuerza la idea
de que, si bien aseguran que apoyan el debate sobre la vigilancia
estatal que inició Snowden, los gobiernos de Estados Unidos y Gran
Bretaña también están empeñados en detener el torrente de filtraciones y
en perseguir al denunciante con encono.
Hace poco más de dos
meses me contactó un muy alto funcionario del gobierno británico.
Exigió la devolución o la destrucción de todo el material con el que
trabajábamos. Hubo más reuniones con oscuras figuras del gobierno.
La demanda era la misma: devolver el material de Snowden o destruirlo. Expliqué que no podríamos investigar ni informar sobre el tema si acatábamos ese pedido. Durante una de esas reuniones, pregunté si, para impedir que el Guardian informara, el gobierno apelaría a la Justicia
para obligar a la entrega del material sobre el que estábamos
trabajando. El funcionario confirmó que, en ausencia de entrega o
destrucción, esa era la intención del gobierno.
Le expliqué al
funcionario las características de las colaboraciones internacionales y
la forma en que, hoy, las organizaciones de medios podrían aprovechar
medios legales más permisivos. En pocas palabras, no teníamos que
informar desde Londres. Ya la mayor parte de las notas sobre la NSA
surgía y se editaba en Nueva York. El hombre no se inmutó. Y así fue que
se produjo uno de los momentos más extraños de la larga historia del
Guardian, en que dos especialistas en seguridad del Cuartel General de
Comunicaciones del Gobierno (GCHQ, el organismo de inteligencia
británico responsable de la inteligencia de señales) supervisaron la
destrucción de discos rígidos en el subsuelo del Guardian para
asegurarse de que en los trozos de metal no hubiera nada que pudiera ser
de interés para algún agente chino que pudiera pasar por ahí.
El gobierno quedó satisfecho, pero pareció un símbolo de peculiar inutilidad el que no entendiera nada sobre la era digital.
Seguiremos
informando con paciencia y esfuerzo sobre los documentos de Snowden,
pero no lo haremos en Londres. La confiscación de la laptop, los
teléfonos, la cámara y los discos rígidos de Miranda tampoco tendrán
efecto alguno en el trabajo de Greenwald.
El Estado que
construye un aparato de vigilancia tan formidable hará todo lo posible
por evitar que los periodistas informen sobre ello.
Tal vez no pase mucho tiempo antes de que a los periodistas les resulte imposible tener fuentes confidenciales.
La mayor parte de la información –en realidad, la mayor parte de la vida humana en 2013- deja una huella digital.
Traducción de Joaquín Ibarburu.
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