(Por Daniel
Bosque*) Mi Tío Arturo supo revolucionar a la
familia al convertirse, ya grande, en radioaficionado. Un día, en su garage
reconvertido en centro de comunicaciones, me mostró que estaba hablando,
simultáneamente, con un colega de Guatemala y otro de
Taiwan. “La regla de oro es no tocar temas de política,
sexo o religión”, sentenció.
Mucho he recordado esta historia en estos tiempos
coléricos en los cuales, con tal de no perder amigos ni contertulios, me he
dedicado a contar lo poco que llueve en San Juan, lo bien que
cocina mi futura ex mujer, o lo mal que juega Boca, además del
inevitable check list de achaques que forman parte de cualquier
conversación que se precie de tal con mis contenporáneos.
Cada tanto, a la bici cerebral se le suelta la cadena,
uno pisa el palito y la conversación comienza a orbitar locamente en torno a la
letra K, la misma que antes de esta década sólo inicialaba
palabras escasas como kiosco, kilogramo o kilombo (sobre ésta última la doctrina
no es pacífica, algunos disidentes la prefieren con
Q).
Evitar la trampa de la discordia no es sencillo. Aunque a
veces nos priva de momentos entrañables de la vida, como reuniones familiares o
fiestas de fin de año. Así como no nos parecemos, todos los que salimos del
mismo vientre, desde Caín y Abel, no hay ADN
que garantice en la misma prole similares simpatías.
Fuera de la amada familia, el paciente de un dentista,
presa del pánico frente al torno, jamás osará sacar semejante tema por más que
le tiente la curiosidad. Con jefes, psicólogos, el mecánico de tu auto y quien
va a sepultar a nuestra madre podemos mantener la misma incógnita. El chino del
supermercado, ya se sabe, no es ni K ni anti K, sólo queremos de él la
tranquilidad de que no apagará la heladera de los lácteos.
Menos fácil, muchísimo menos, le resulta el camouflage
político a un periodista, hoy y aquí. Hasta los colegas deportivos, desde que el
futbol es Para Todos, han quedado inmersos en lo que alguien llamó “la
batalla cultural”.
Recuerdo el cruce picante entre dos compañeros de
redacción allá por el ’86. “Yo soy peronista antes que periodista”,
dijo uno. “Yo lo mismo, pero al revés”, retrucó el otro. Los dos eran
ya veteranos y hoy ninguno vive. Pero informadores, jóvenes y otros no tanto,
zamarrean cada día del 2013 esta remanida dialéctica entre la identidad política
y el ejercicio de nuestra profesión. Con una artillería cada vez más pesada que
comenzó siendo entretenida pero que ya está comenzando a cansar al personal.
Desde los albores de nuestra Patria ha sido imposible
ponernos de acuerdo entre compatriotas. Y mucho me temo que el negocio de los
poderosos es ese: que no tengamos un imaginario común, ni por las
tapas.
Leí en estos días que una de las reuniones más
tradicionales y convocantes de periodistas no se hará este año para evitar
climas y mensajes de confrontación. Es una pena, sobre todo para los que
pensamos que la única carta de identidad de esta sufrida y generalmente mal
pagada profesión es el respeto a la verdad y el aprecio a la propia dignidad.
Esas dos cualidades que uno elige o no como compañeras al teclear cada letra de
una crónica.
*Director de Mining
Press
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