, en "Jot Down"
El
periodismo se enfrenta, en este primer cuarto del siglo XXI, con una
búsqueda de su propia identidad; de su función en el “nuevo orden” de la
aldea global. La corriente mayoritaria cree que este periodismo debe
apoyarse en las nuevas tecnologías, en el breve mensaje de 140
caracteres y en la imagen digital como irrefutable guardián de la
verdad. Frente a esta concepción —tan válida como cualquier otra— nace
un periodismo de largo aliento que rescata el relato y la crónica
extensa. Un periodismo de alianzas: con la literatura y con la realidad.
Un periodismo de fogones y sabores frente al periodismo de gourmet de
las redacciones uniformadas por la comunicación de agencias. En México
encontramos el ejemplo más palpable de esta nueva manera de entender el
compromiso social del escribiente, del narrador. De quien tiene por
oficio hacerse incómodo. Son los narcocronistas.
Se
trata de un puñado de jóvenes y avezados periodistas mexicanos.
Bastantes hombres y muchas mujeres. Especializados en asuntos sociales,
políticos y de derechos humanos. Formados en periodismo por diversas
universidades. Estudiantes valiosos que han seguido, en los diversos
medios para los que trabajan, los preceptos aprendidos en sus facultades
de Comunicación; aquellos que dictaba el Manual de Periodismo de Vicente Leñero y Carlos Marín (Grijalbo, 1986. Con su nueva edición, revisada, ampliada y mejorada del 2003). El de las noticias de la pirámide invertida cien por cien informativas, neutrales, honestas. Con sus datos, con sus hechos. Una suerte de Curso general de redacción periodística de José Luís Martínez Albertos
en España, pero de menor extensión, de 352 páginas solamente. Luego,
son periodistas de título y con formación. Esa es una característica que
les une a la mayoría.
Muchos de estos reporteros se conocieron cuando coincidieron en la redacción del diario mexicano Reforma.
Ese periódico que nació en los noventa con aires renovadores, paradigma
del periodismo moderno en México; que se asentaba en el periodismo
informativo, el de la objetividad de los datos, el de las “opiniones son
libres pero los hechos son sagrados”, o algo así. Este puñado de
periodistas cubría los acontecimientos, los sucesos y cumplía con su
quehacer diario, con una escritura pulcra y aséptica. Esta
experiencia les aportó oficio y un adiestramiento en la elaboración de
noticias. También les dotó de un conjunto de parámetros éticos que hasta
1993, cuando nació Reforma, no se aplicaban con rigor en el periodismo mexicano y que, como me comenta el cronista Luis Guillermo Hernández, les inculcaron tenazmente (esa es, seguramente, una de las grandes aportaciones de Reforma
al periodismo mexicano): el reportero no recibe dinero de las fuentes;
el reportero paga sus viajes de trabajo; el reportero y el funcionario
no son amigos y mucho menos cómplices; el reportero solo recibe dinero
de la empresa periodística que le paga por su trabajo; el reportero se
basa en hechos; el reportero es un profesional del periodismo y publica
aquello que ha confirmado o de lo que tiene una prueba.
Hasta
aquí todo es valioso para el periodismo y fructífero para el
periodista. Teoría y práctica. Formación universitaria y experiencia
profesional. La mejor de las combinaciones posibles. Pero no es oro todo
lo que reluce. En esa enseñanza superior existían y persisten grandes
lagunas; y en esa experiencia profesional había y sigue habiendo enormes
deficiencias.
Para
empezar, los estudios de Comunicación en México le dan la espalda a su
ingente y valiosa tradición narrativa (no nos llevemos las manos a la
cabeza: eso pasa también en España, donde escasean los grados de
Periodismo y de Comunicación Audiovisual que contienen una asignatura
que lleve el nombre “literatura” o el apellido “literario”). Los planes
de estudios universitarios mexicanos se olvidaron de las destrezas
narrativas y expresivas, finalmente comunicativas, de Juan Rulfo, Octavio Paz, Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, Jaime Sabines, Elena Garro, Ignacio Manuel Altamirano, Federico Gamboa, Josefina Vicens, José Emilio Pacheco, Inés Arredondo, Silvia Molina, Alfonso Reyes, Cristina Pacheco, Fernando del Paso… Y no solo de los autores, digamos, de ficción: tampoco
tienen que recurrir, si es que les da urticaria, a los “literatos”.
Cuentan con excelentes narraciones periodísticas; con fabulosas
crónicas. Pero las facultades mexicanas también le han dado la espalda a una nutrida escuela de cronistas como Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde, Salvador Novo, Josefina Estrada, José Agustín, José Joaquín Blanco, René Avilés, Jaime Avilés, Magalí Tercero, Oscar Lewis, Carmen Lira, Héctor de Mauleón, Vicente Leñero, Carlos Montemayor, Guillermo Sheridan, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Sergio González Rodríguez, Alma Guillermoprieto, Juan Villoro, Fabrizio Mejía Madrid…
Será por nombres, será por grandes narradores y narradoras, será por
buenos cronistas. El caso es que a los jóvenes periodistas mexicanos no
les han enseñado en la universidad a contar con fuerza, con tensión y con verdad una historia. La
mayoría ha transitado por su cuenta, como buenamente ha podido, el
largo camino que va de este periodismo esquemático planteado por Leñero y
Marín hasta el periodismo narrativo de la “escuela Kapuscinski”. Esto por lo que respecta a las carencias académicas, pero las deficiencias en las redacciones no son menores.
Los contadores de muertos
El
abuso de la nota de agencia, de los nombres propios, de las cifras, ha
convertido el periodismo convencional mexicano en una amalgama de datos y
de fechas. Un periodismo sellado por el “dijismo”: el funcionario dijo,
afirmó, señaló, apuntó… y todas las atribuciones que se nos ocurran. Lo
que Gideon Lichfield denominó “La declarocracia en la prensa”.
Un ejemplo más de desinformación por saturación en este caso de
noticias violentas y desgarradoras. Reportajes que ni informan, ni
forman, ni ayudan a la población a comprender los porqués. Y, desde
luego, estas carencias periodísticas se ponen especialmente de relieve y saltan por los aires las doctrinas periodísticas pretéritas en el “sexenio de la muerte” (2006-2012) con la llamada “guerra contra el crimen organizado” del presidente Felipe Calderón.
En ese momento los periódicos se convierten en contadores de muertos y
en informadores de matanzas. El desastre de la guerra contra el narco,
de la violencia extrema, acapara todas las páginas y, pasada la fase
inicial del shock, el recuento de cadáveres pasa a formar parte
de la rutina, y la barbarie se va sobrellevando escondida detrás de la
enumeración de hechos sangrientos, de lugares alejados, de números, de
muertos sin cara, sin rostro, sin oficio ni familia. La hartura de
muertes y de violencias termina por naturalizar la barbarie, logrando
que la población y los periodistas se habitúen a la corrupción. La
guerra contra el narcotráfico ha terminado por convertirse en una crisis
social brutal. Crisis que también ha calado en el periodismo. ¿Para qué
sirve seguir reproduciendo las mismas noticias una y otra vez? ¿Qué
estamos consiguiendo políticamente? ¿Qué estamos logrando socialmente?
¿Será este periodismo informativo, de actualidad, un formato en vías de
extinción? El dato crudo ya lo tenemos en Twitter y en otros rincones
de Internet, pero el dato elaborado, interpretado, contado, ¿ese dónde
lo tenemos? ¿No será la interpretativa nuestra función? ¿Cómo
contribuimos como reporteros a atajar este mal endémico que es el
narcotráfico en México? ¿Cómo informar de esta violencia de forma útil
para el ciudadano? ¿Qué periodismo queremos? ¿A quién le estamos
haciendo el juego? ¿Cuál es la finalidad del periodismo? ¿Para qué
escogimos ser reporteros si no fue por un sentido fuerte de denuncia y
de servicio social?
Decenas de preguntas que venían rondando en la mente de estos periodistas.
La
crisis social del narcotráfico y la crudeza de lo que están viviendo en
México fue el disparador para que estos jóvenes decidieran apostar por
otro tipo de periodismo. Un periodismo humano que muestre que no todo es
rendición y que informe sobre los verdaderos líderes mexicanos. Una
apuesta informativa que pueden llevar a cabo, en primer término, porque
tienen otros trabajos en las redacciones y, en segundo término, porque
cuentan con el apoyo de otros periodistas locales, que les facilitan el
trabajo de denuncia y de localización de datos, historias y fuentes.
Estos
jóvenes cronistas trabajan en el Distrito Federal, donde se concentra
el núcleo de medios más poderoso e influyente del país, pero no están
quietos frente al teclado. Hacen sus incursiones, su trabajo de campo y
sus inmersiones periodísticas en diversos puntos del territorio
nacional. La amenaza de los cárteles de la droga —y de los militares— apenas queda atenuada por estar ubicados en la capital. Solo los reporteros locales asumen riesgos mayores.
Este
puñado de periodistas, cansados de este periodismo de información
“neutral”, hartos del corsé de la pirámide invertida, de poner el foco
en los políticos, en los nombres propios, decidieron hace ya tiempo
empezar a “contar historias”. Decidieron acercarse a la ciudadanía;
mostrarse como son: “gente de a pie”. Y han conseguido cambiar el foco,
el punto de mira en las noticias y ponerlo en sus compatriotas; darles
voz a esos otros, a las víctimas; mostrar los restos del naufragio que
trajo la crisis del narcotráfico. Ellos asumen la responsabilidad de
narrar las historias mínimas, las luchas diarias; las pequeñas victorias
esenciales. ¿Por qué no? ¿A quién le interesa ya cómo se forran los
poderosos o qué nueva mentira cuentan en quién sabe qué congreso
nacional o internacional sobre la lucha contra el narcotráfico?
La
asociación Periodistas de a Pie ha superado muchas barreras. La
primera, personal, la de atreverse a contar, nadie se la había enseñado.
La segunda, política, porque no cuentan historias fáciles, ni amables
con los que gobiernan o han gobernado. Son historias directa o
indirectamente vinculadas con la crisis social del narcotráfico en
México. Es este un periodismo de denuncia, de compromiso, un periodismo
ciudadano real. Pero, sobre todo, un periodismo que apuesta por la
esperanza. Que ve luces donde solo parecía reinar la oscuridad y el
miedo.
De
esta esperanza surgieron talleres y grupos de capacitación, primero
tentativos y posteriormente más estructurados, hasta que, a finales del
2011, tomó cuerpo la iniciativa de generar un conjunto de crónicas
literarias que reuniesen historias relevantes para los mexicanos que
padecen la guerra del narcotráfico. No se trataba de huir del horror ni
de la violencia; más bien lo contrario: de detenerse a mirar desde un
lugar distinto que diera prioridad y pusiera en valor los pequeños actos
de valentía cotidianos que realizan muchos de los hombres y mujeres que
conviven con la lacra del narcotráfico. Estas son las crónicas que
recoge el volumen Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte (Sur Ediciones, Oaxaca, 2012). Con dos coordinadoras de lujo, alma máter de este proyecto de la Red de Periodistas de a Pie: Marcela Turati y Daniela Rea. (En este enlace se puede descargar gratuitamente).
Dos
mujeres fundamentales en el panorama de la crónica mexicana actual. A
las que se unen dentro del proyecto Periodistas de a Pie: Elia Baltazar, Lydiette Carrión, Thelma Gómez Durán, Vanessa Job, Daniela Pastrana y tres hombres: John Gibler, Luis Guillermo Hernández y Alberto Nájar. Probablemente la más conocida de esta pléyade sea Marcela Turati por su extenso e intenso reportaje, Fuego cruzado. Las víctimas atrapadas en la guerra del narco (Random House, 2011), y por su coautoría de La guerra por Juárez (Planeta,
2010). Por su cobertura de la guerra contra el narco Marcela ha
recibido, en el año 2012, el Louis Lyons Award For Conscience and
Integrity in Journalism, que otorga Harvard University. (Una muestra del
buen hacer de esta cronista, aquí).
Allá donde no hay retorno
Los relatos de esperanza recopilados en el mencionado Entre las cenizas
nos cuentan historias de resistencia como la del municipio indígena de
Cherán, que narra la cronista Thelma Gómez Durán. Una población que año
tras año mermaba por las drogas, expuesta a la dictadura de los
traficantes hasta que decidieron hacer frente al narco. Han logrado, no
sin dificultades y sometidos al aislamiento, autoabastecerse e incluso
formar sus propios órganos de gobierno, independientes del Estado
mexicano. Afirman que viven en uno de los territorios más seguros del
país. El problema lo tienen cuando salen, porque son una isla, rodeada
por un mar de cárteles del narcotráfico y de corrupción policial.
Otro caso singular de autonomía territorial aparece recogido en la crónica de Daniela Rea La justicia de todos.
Esta vez en la comunidad indígena de la Montaña de Guerrero. Los
indígenas de esta zona llevan más de 20 años organizados de manera
independiente. Crearon, a raíz de padecer constantes asaltos, homicidios
y violaciones, la llamada Policía Comunitaria. Un sistema al margen de
la policía estatal, formado por hombres elegidos por su honestidad y que
entran a trabajar voluntariamente. En vista de que no servía de nada
que esta Policía Comunitaria capturase a los culpables y se los
entregara a la justicia mexicana, decidieron también organizar su propio
sistema judicial, con jueces consejeros y plan de reeducación. En la
mayoría de los casos, la pena se cumple con servicios y trabajos a la
comunidad. A partir del 2009, las circunstancias se han ido complicando,
entre otros motivos porque la población ha pasado de cultivar la
amapola a consumir la marihuana, asunto que está causando muchos
problemas por falta de orden, robos y dejación de funciones. Lo cual
está trayendo cierto descontrol entre los propios miembros de la Policía
Comunitaria.
Daniela
Rea no escatima detalles a la hora de presentar las soluciones y formas
de actuación de la comunidad. También pone de manifiesto las
dificultades de la autogestión. En ocasiones, la arbitrariedad es
palpable, tanto como la corrupción del sistema judicial del Estado
mexicano, en el que un delincuente puede comprar su libertad.
Alberto
Nájar da cuenta en su crónica de la vida en la llamada “ruta de la
muerte”. Esa que recorren tantos migrantes centroamericanos sin papeles.
El tren de la muerte (“La Bestia”, le llaman), que llega hasta la
frontera con Estados Unidos, se llena por completo y principalmente de
salvadoreños y hondureños indocumentados. Pero no es el terrible viaje
cual ganado lo peor que padecen estas gentes, sino la acción de los
cárteles del narcotráfico, en especial de los Zetas.
Son
estos “Zetas” un grupo criminal, creado por exsoldados de elite, que
vivía, sobre todo, de la droga, pero que al romper su alianza con el
cártel del Golfo se puso a buscar nuevas fuentes de ingresos. Y las
encontraron con el tráfico de personas, secuestro y venta de mujeres
como esclavas sexuales.
Los
migrantes indocumentados son carne de cañón, víctimas fáciles que a
nadie le importan. Este cártel es el responsable de la matanza de 72
personas indocumentadas en el rancho de San Fernando, en Tamaulipas.
Nájar
nos cuenta las luces entre las sombras de este trayecto. Se detiene en
narrar la hazaña de esas que llaman “las locas que andan corriendo atrás
del tren”, la obra diaria de 14 mujeres del pueblo de Las Patronas que
cada mañana se levantan y cocinan arroz y frijoles en cantidades
ingentes para socorrer a las masas de migrantes que llegan en La Bestia.
Es un pequeño alivio para aquellos que vienen de un viaje tan doloroso,
en el que han visto o padecido atrocidades; un pequeño resuello para lo
que les queda hasta la frontera: territorio de los Zetas.
Otra luz en este recorrido la aporta el sacerdote Juan Pantoja
con su albergue Belén, con un área de atención psicológica, casi más
importante que cualquier otra cosa, en vista de cómo llegaban de
traumatizados algunos. La historia personal de Ramón,
un adolescente de 14 años que llevaba tres meses en el albergue es
ejemplar. Pensaban que era mudo hasta que, con una adecuada terapia,
empezó a contar despacio, a trompicones, lentamente, su particular
historia de sufrimiento y horror en el tren de la muerte.
Las voces de la guerra de Daniela Pastrana es, desde mi punto de vista, una de las crónicas más conseguidas del volumen. Nepomuceno Moreno Núñez es un hombre que llevaba buscando a su hijo desaparecido, Jorge Mario,
310 días. A lo largo de la crónica, nos incorporamos los lectores a una
sucesión de marchas, que tuvieron su origen en la “Caminata del
Silencio”, que partió desde el municipio de Cuernavaca y llegó
multitudinaria hasta la plaza del Zócalo de México D. F., abanderada por
el poeta Sicilia y por Le Barón, que también habían perdido a sus
hijos. A la marcha se fueron sumando padres y madres que llegaban de
todas partes del país, con un mismo objetivo: pedir justicia para sus
hijos. Esta connivencia y movilización social originó el Movimiento por
la Paz con Justicia y Dignidad. Y de aquí surgieron otras marchas, como
la que se dirigió a uno de los lugares que más han padecido estas
muertes y desapariciones, Ciudad Juárez. Y de aquí también surgieron
encuentros con las instituciones del país; con el propio Felipe Calderón
y acciones varias. A todos estos actos, en todas estas caminatas, está
Nepomuceno Moreno. Y nosotros lectores vamos asistiendo y participando
de esta onda expansiva de reivindicación silenciosa; de esta marea
humana que tiene nombres y apellidos en la crónica, como los de sus
muertos y sus desaparecidos. Daniela Pastrana lanza esa piedrecita, que
es la historia personal de Nepomuceno Moreno, al lago de los 40.000
muertos y desaparecidos durante el sexenio de Felipe Calderón y vamos
viendo ensancharse las ondas que abre en el lago. Participamos, como
Nepomuceno Moreno, de la alegría de sentirse acompañado en su dolor;
entendemos su tímida ilusión al verse escuchado, al poder contar su
desgracia, al encontrar el apoyo y la empatía de los otros caminantes,
que también llevan sus dolorosas realidades a cuestas. Vamos conociendo a
los protagonistas de estos movimientos, que son tantos, y que
conquistan las ciudades a las que llegan. Y también nos enteramos de las
disensiones internas del Movimiento para la Paz, de ciertas
desavenencias que, sin embargo, no impiden que las marchas proliferen.
Daniela
Pastrana fragmenta y estructura el hilo narrativo de esta crónica con
pericia y brillantez. Cada comienzo, cada cierre nos levanta, nos pone
alerta, nos tumba como lectores. Nos conmovemos y nos llenamos de
emociones y también de cierta frustración por la impotencia.
La
cronista no abandona nunca a Nepomuceno Moreno en su lucha. Su devenir
es rescatado en el transcurso de la crónica una y otra vez; es nuestro
hilo conductor en cada fragmento, en cada parada en el camino.
Caminamos, ingenuos y confiados, como Nepomuceno Moreno, creyendo en el
entusiasmo de estas gentes, en la fuerza de sus razones y de sus
sentimientos. Nos entusiasmamos en el camino pero el final de este, el
final de la crónica es demoledor. Digamos que nos fustiga y nos zarandea
aunque no nos tumbe. Solo podemos agarrarnos al conocido poema de Kavafis,
que se cita en un momento del relato, en el que lo importante es el
viaje a Ítaca; que ya llegará el futuro alentador, porque por ahora lo
único que hay es un presente de lucha; de una lucha que ya es de todos
porque como comentaba Nepomuceno Moreno citando a Martin Niemöller:
Primero se llevaron a los judíos, pero como yo no era judío, no me importó. Después se llevaron a los comunistas,
pero como yo no era comunista, tampoco me importó. Luego se llevaron a
los obreros, pero como yo no era obrero tampoco me importó. Más tarde se
llevaron a los intelectuales, pero como yo no era intelectual, tampoco
me importó. Ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde.
Lágrimas colaterales
Marcela
Turati complementa, en parte, la crónica anterior de Pastrana. Es una
de las virtudes de este periodismo: que se muestran todas las capas
posibles que recubren un suceso, una situación. Unos discursos
complementan otros para tener una visión amplia de lo sucedido. Es la
forma que tiene el cronista de ser honesto con el lector y con la
realidad. Tras las pistas de los desaparecidos refleja la lucha de las madres y los padres de los desaparecidos:
Esta
es la tercera reunión de madres con hijos desaparecidos en el norte. En
la primera, en Saltillo, se contaron cómo la tragedia les partió la
vida. En la segunda, en Monterrey, intercambiaron experiencias de lucha y
detectaron que por más plantones, huelgas de hambre o mesas de trabajo
logradas con los distintos gobiernos estatales y federal, la respuesta
común fue la burla institucionalizada. En esta tercera, en Chihuahua,
compartieron el aprendizaje legal de las veteranas, comenzaron a validar
sus sentimientos y crearon la Red de Defensoras y Defensores de
Derechos Humanos y Familias de Desaparecidos del Norte (2012: 114).
Turati
se extiende en explicar los “mecanismos de impunidad” sobre los que se
sustenta el gobierno mexicano. Pero también subraya la dignidad última
de estas mujeres que se reúnen y organizan. Con ellas quiere terminar su
crónica; con la luz tenue de esperanza y de restitución que
representan.
Y
para completar este mapa que ronda a los detenidos y desaparecidos de
la guerra contra el narcotráfico están las dos crónicas o perfiles que
cierran el libro y que se reúnen bajo el título de No nos arrancarán sus nombres. La periodista Elia Baltazar nos habla de uno de estos desaparecidos, Jethro Ramssés Sanchez Santana, y de la escuela que su padre Héctor Sánchez
ha fundado en honor de su hijo, como continuación de la tarea formativa
que llevaba a cabo este joven, que tenía 26 años cuando lo asesinaron.
Por su parte el periodista Luis Guillermo Hernández rescata a dos de
estos jóvenes asesinados, los jugadores de fútbol Rodrigo Cadena y Juan Carlos Medrano,
dos víctimas más, “daños colaterales”, que, según el gobierno, “en algo
estarían metidas”, “por algo les pasó”, “uno nunca sabe”. Estos
perfiles recuperan sus historias y ponen rostro a estas víctimas de la
guerra de Felipe Calderón.
También en Entre las cenizas,
John Gibler (estadounidense arraigado en México) se ocupa, como no
podía ser de otra manera, de retratar el valor de los periodistas
locales mexicanos. En concreto de Cuernavaca, aunque esta realidad por
desgracia la comparten en otros muchos lugares del país. Gibler nos
cuenta en su crónica cómo comenzaron las bajas entre los periodistas;
las muertes y desapariciones. Del peligro que corren, de la impunidad de
quienes matan y de la connivencia que mantienen con la policía. De cómo
el narco es el dueño de las redacciones. Cómo los periodistas, cuando
escriben una noticia, no están pensando si le gustará al jefe de
redacción, o al director del periódico, o al ciudadano: solo pueden
pensar en si esto le molestará al narco.
Nos
cuenta in situ cómo es esta particular lucha por informar. Cómo no les
quedó otra a los periodistas de Cuernavaca que autoprotegerse,
agruparse, estar constantemente pendientes los unos de los otros,
registrar en cada momento dónde están y qué noticia están cubriendo y
aprender también a emplear un lenguaje y un discurso adecuado en sus
noticias, que, sin pretenderlo, hiciera propaganda del miedo a los
narcos.
El ritmo vertiginoso de la escena final de esta crónica; su relato narrativo; los personajes; el periodista local Pedro Tonantzin
que la protagoniza; nuestro cronista involucrado en la situación; la
acción e inacción de la policía; la afluencia de periodistas al lugar;
la barriada en que se encuentran; la impunidad… todos los recursos
narrativos, toda la retórica puesta para subrayar la importancia y el
peligro de informar, de ejercer el periodismo en estas zonas.
Las redes sociales frente a las redes del narcotráfico
“La
resistencia cibernética” no podía obviarse en este libro que se ocupa
de detectar los focos de reacción contra la guerra del narco y contra
él. Vanessa Job relata las acciones diversas que tienen lugar en
Internet por medio de blogueros, tuiteros, plataformas… Se describe la
actividad del blog Menos Días Aquí, donde los ciudadanos se
ofrecen como “embalsamadores cibernéticos”, comenta la cronista, porque
durante siete días rastrean cadáveres de personas asesinadas en la
guerra contra el narcotráfico. La propia cronista participa en el blog.
Así comienza la crónica: “Que nunca los voluntarios cuenten a uno de mis
padres, mis amigos, mi familia. Nunca. Yo encontré a Rubén, Javier, Juan Manuel, Carlos, Rafael, Rubén Abraham, Nole, Franshesca, Ricardo, Luis Alberto”
(149). Comprendemos la dificultad, la crudeza y la importancia de este
voluntariado de un modo muy directo por medio de la experiencia personal
que nos cuenta la cronista:
El
lunes que llegó mi turno sentí vértigo ante este duelo participativo y
social. Conté los cadáveres de personas embolsadas, descuartizadas,
torturadas, acribilladas, cuerpos en estado de putrefacción, personas y
osamentas encontradas en fosas clandestinas en varios estados,
decapitados, gente asesinada después de un secuestro y varios muertos
por granadas. No era consciente de todas las personas que cada semana
pierden la vida ante el poder de las esquirlas (151).
Muchos
son los que ayudan como tuiteros profesionales. Se ocupan diariamente
de retransmitir alarmas de seguridad. Es el caso de Chuy
@MrCruzStar con casi 5000 seguidores. Los ciudadanos confían en él.
Saben que el aviso de un tiroteo, enfrentamiento o disturbio emitido
desde su timeline está verificado. En septiembre de 2011 en
Tamaulipas, donde también trabaja Chuy, fue asesinada una tuitera
conocida como NenaDLaredo. Era una periodista y administraba el sitio de
noticias independientes www.nuevolaredoenvivo.es.tl,
que tenía más de 400.000 visitantes. Un día desapareció. Su cuerpo se
encontró finalmente con un mensaje: “Aquí estoy por mis reportes y los
suyos”. Ana Rent es otra tuitera, querida y apreciada
en la población. La gente la reconoce por la calle y le agradece su
labor. Dice: “confían en mí porque tengo una red de contactos entre
periodistas, bomberos, políticos, paramédicos, que me dan la información
que ellos no pueden difundir” (155).
La red social El Grito Más Fuerte
llevó adelante una campaña #enloszapatosdelotro que tuvo una importante
repercusión civil. Muchos actores famosos ponían voz a esos familiares
que buscaban a sus hijos y parientes desaparecidos, agrupados bajo el
colectivo de Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Los anuncios
daban cuenta de miles de testimonios. El dramatismo del momento se puso
de manifiesto durante esos días de grabación de los anuncios, cuando
fue asesinado el protagonista de la crónica de Daniela Pastrana,
Nepomuceno Moreno, por pedir justicia para su hijo ilegalmente detenido y
desaparecida.
Una
vez más las crónicas de este volumen se complementan y nos aportan más
datos, más matices que completan el mapa de pequeñas pero relevantes
acciones contra esta guerra en México. Finalmente, estos puntos aislados
se nos muestran como nodos que unen a ciudadanos dispuestos a cambiar
las cosas. Las crónicas de estos Periodistas de a Pie nos hacen percibir
la existencia de un tejido social que, aunque mermado y mutilado, sigue
luchando.
Esta
crónica sobre los medios de resistencia en internet también recoge el
empeño de la escritora Lolita Bosch por crear una red que respondiese de
algún modo a la Masacre de Tamaulipas. Canalizó sus anhelos por medio
de la escritura en el blog Nuestra Aparente Rendición (NAR), que
ha terminado por convertirse en plataforma. Muchos han sido los autores
de toda índole que han contribuido con sus textos en la reflexión y en
la muestra de perplejidad e indignación ante la guerra contra el
narcotráfico.
Pulguitas a un perro
Lydiette
Carrión escribe sobre las acciones realizadas en los barrios. En
concreto, se adentra en los barrios que el Ejército empezó a “peinar” en
busca de supuestos pandilleros cuando comenzó la guerra contra el
narcotráfico. Este fue el punto álgido que disparó la avalancha de niños
sicarios y de suicidios juveniles. Los cárteles aprovecharon para
reclutar a chicos y jóvenes sin futuro por unos pesos y algo de droga.
Solo dos opciones: el reclutamiento forzoso (de narcos o militares) o la
marginación. Esto sucede en las zonas desfavorecidas de Monterrey y ahí
es donde actúan organizaciones como CreerSer que emplean la música y el
baile para enseñar a expresarse sin violencia. Recuperar vidas,
recuperar a estos pandilleros con proyectos como Clikas por la Paz o
Cauce Ciudadano. Acciones diversas que tratan de ofrecer una visión
diferente del mundo a estos sectores marginales y de posibilitarles un
proyecto vital alejado de la violencia y las drogas. Proyectos que se
definen como “pulguitas en un perro. Y sin embargo ahí están, pequeñas
iniciativas, pulguitas luchando contra un abandono colosal” (193).
El
cronista Luis Guillermo Hernández retrata, en primer lugar, la falta de
una asistencia médica regulada que dé solución no ya a los dolores
físicos que causa esta guerra y contra-guerra, sino a los dolores del
alma que trae consigo. Y, en segundo lugar, que es de lo que se ocupa
esta crónica, cuenta la ingente labor de la medicina alternativa en
“cementerios emocionales” como ciudad Juárez. Muchos de estos
tratamientos son considerados superchería, como la terapia de las flores
de Bach que implantaron Dora Dávila y las mujeres de Sabic.
La
verdadera guerrilla de salvación, como apunta el cronista, la realizan
en estas poblaciones las terapias de duelo y de manejo de las emociones
que llevan adelante psicoterapeutas, ayudados por masajistas,
acupunturistas, con mapas energéticos corporales, auriculoterapeutas,
convencidos de que las orejas reflejan una imagen parecida a la de los
fetos dentro del útero materno, y por lo tanto funcionan como un reflejo
de todo el cuerpo humano. La plaza de la ciudad se llena de todos ellos
y también acuden dibujantes y grafitteros, gente del colectivo Pacto
por la Cultura, una asociación que plantea alternativas artísticas
contra la violencia. Juntos recuperan el espacio público y ayudan a la
población.
Sin duda estas crónicas de Entre las cenizas
rescatan desde la escritura, con la palabra, con el relato de los
hechos y por medio de sus protagonistas, como apunta en el prólogo
Cristina Rivera Garza, la enargeia
del poema homérico; esa “luminosa, insoportable realidad”. Poco a poco
este grupo ha dado cuerpo a su proyecto de Periodistas de a Pie hasta
convertirse en un punto de referencia y de apoyo. En la actualidad es
una asociación
en la que convergen muchos reporteros de distintos medios, pero que
coinciden en la visión de buscar un periodismo que devuelva el rostro
humano a la noticia. No se trata de un club cerrado y con credenciales
de acceso, sino de un punto de reunión, un anclaje para muchos, como
explican en su web.
Periodismo que narra
Otra
antología recopilatoria de trabajos publicados previamente en diversos
medios ha sido coordinada por el chileno Juan Pablo Meneses (siempre
atento a las novedades), que ha sabido rescatar buenos textos de
algunos de los miembros de la “Red de Periodistas de a Pie” y de otros
cronistas mexicanos. Se trata de Generación ¡bang!: los nuevos cronistas del narco mexicano (2012). Además de crónicas de Thelma Gómez Durán, Luis Guillermo Hernández, Marcela Turati y Daniela Rea, todos ellos Periodistas de a Pie, se suman trabajos como Un narco sin suerte de Alejandro Almazán; Partes de guerra, de Daniel de la Fuente; La mujer más valiente de México tiene miedo, de Galia García Palafox; Un vaquero cruza la frontera en silencio, de Diego Enrique Osorno; Los desaparecidos de Tamaulipas, de Humberto Padgett; La voz de la tribu, de Emiliano Ruiz Parra y ¿Qué hay en el más allá de un narco? de Juan Veledíaz.
Títulos bastante elocuentes que ya dan cuenta del cambio de foco, de la
perspectiva diferente hacia la que apunta este tipo de periodismo, de
los terrenos en los que se adentra y de las fisuras sociales que quiere
retratar. Una reseña de este volumen, aquí.
Todos
estos cronistas suelen coincidir en reuniones, en fiestas, en
redacciones y, puede afirmarse que en muchos casos son amigos. Daniel de
la Fuente, vive en Monterrey, pero los demás circulan por Distrito
Federal. Juan Veledíaz, Marcela Turati, Emiliano Ruiz Parra, Daniela
Rea, Humberto Padgett, Daniel de la Fuente, Luis Guillermo Hernández,
Alejandro Almazán, Elia Baltazar,… la mayoría de integrantes de este
grupo nació periodísticamente en Reforma.
Y todos, de alguna manera, desde diferentes medios, enclaves vitales y
posiciones profesionales, han ido haciendo un trabajo de
“convencimiento” y de “capacitación”, a su modo, para ser cada vez más
colegas en esta visión del periodismo, tanto ética como narrativa. Diego
Osorno, Ruíz Parra y Almazán, por ejemplo, forman un grupo dentro de la
crónica literaria, y se autodenominan “infrarrealistas”. Aquí se puede leer su manifiesto. Galia García Palafox estuvo coeditando Gatopardo,
con Guillermo Osorno… Y casi todos ya han publicado más de un libro de
crónicas y siguen trabajando en los medios. Hay en México un magma, un
clima común y favorable hacia este periodismo que cuenta, que narra,
hacia la crónica literaria.
Otros
libros de crónicas vienen abordando desde diferentes frentes el asunto
del narcotráfico. Un reciente caso sería el extenso reportaje de Wilbert Torre, Narcoleaks. La alianza México- Estados Unidos en la guerra contra el crimen organizado (Grijalbo, 2013). Y las antologías Sam no es mi tío: Veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano (Alfaguara, 2012), coordinada por Diego Fonseca y Aileen el-KaDi; 72 migrantes (2011), “traslado al papel” del proyecto www.72migrantes.com, coordinación por Alma Guillermoprieto,
que rinde homenaje a los 72 migrantes centroamericanos que fueron
asesinados impunemente en agosto de 2010 en el municipio de San
Fernando, Tamaulipas. Es un libro llevado a cabo gracias a la
colaboración de muchos escritores y periodistas, entre los más
conocidos: Juan Villoro, Jorge Volpi, José Woldenberg, Sergio Aguayo Quezada, Roger Bartra, Elena Poniatowska y Francisco Goldman.
Los 72 textos y fotografías incluidas en 72migrantes.com —coeditados
por Editorial Almadía y Frontera Press— presentan la vida de estos
migrantes, les ponen nombre, rostro, profesión. Son textos que
transforman una cifra, una masa informe y anónima, un hecho monstruoso,
en historias de vida concretas, de sueños y anhelos particulares, de
dolores muy personales y únicos.
También se encuentran los dos volúmenes del Proyecto Nuestra Aparente Rendición (NAR), coordinados por Lolita Bosch y por Alejandro Sáez, que surgen de los materiales y el impulso del portal de Internet http://nuestraaparenterendicion.com/index.php. Primero fue Nuestra aparente rendición (2011, Grijalbo), con textos de periodistas y escritores sobre la violencia y la construcción de la paz en México y, en segundo lugar, surgió Tú y yo coincidimos en la noche más terrible (2012, Nuestra Aparente Rendición, NAR),
que recupera las vidas de los 126 periodistas y trabajadores de la
información asesinados o desaparecidos en México del 2 de julio de 2000
al 2 de julio de 2012.
Estos
no son sino algunos ejemplos del nuevo periodismo latinoamericano,
concretado en este trabajo en lo que podemos definir como narcocronistas
en México. Un periodismo emergente que rescata a la literatura de su
alianza con la ficción. Es el periodismo del “basta ya!” y del “nunca
más”, pese a que huye precisamente de los eslóganes, los reclamos y los
coros. Un periodismo de trinchera que ha entendido que la guerra no
tiene un frente definido y puede estar en todo tiempo y en todo espacio.
Un periodismo que comienza a tener voz y que huye de los votos.
Comentarios
Publicar un comentario