En un mundo globalizado y sujeto a los cambios que las nuevas tecnologías propician, ¿qué papel desempeñan los medios tradicionales? ¿Cómo se va a organizar y financiar su trabajo? ¿Cuál será su peso en la opinión pública?
Por Juan Luis Chebrián, en "El País" (España)
Hace hoy 36 años que EL PAÍS salió a la calle en medio de una enorme
expectación ciudadana. El diario, cuyos iniciales promotores quisieron y
no pudieron publicar en las postrimerías del franquismo, llegaba
apoyado por un accionariado múltiple y variopinto, dividido y hasta
enfrentado entre sí, que había puesto más fervor en el proyecto que
dinero en la inversión. Era el primer periódico de cobertura nacional
que aparecía después de la muerte del dictador. Enseguida tuvo un éxito
espectacular, que le ha acompañado hasta nuestros días y le ha permitido
ser durante décadas el diario español de referencia y el más difundido e
influyente de cuantos se publican en nuestra lengua. Cuando alguien me
pregunta por las razones de semejante suceso respondo sencillamente:
supimos conectar con los lectores. Naturalmente detrás de todo ello hubo
un equipo humano muy joven y entusiasta, un empresario que supo aunar
la voluntad fragmentada de la propiedad, y la inamovible decisión de
aplicar las técnicas profesionales más rigurosas en la elaboración de
informaciones y análisis.
Coincide este aniversario con un momento de especial gravedad en la vida española en el que las consecuencias de la crisis económica, y la dureza de los remedios que se aplican, amenazan con ocultar la debilidad del entramado institucional de nuestro país. El empobrecimiento que nos invade lo hace a tal velocidad que las urgencias cotidianas impiden una reflexión adecuada sobre lo que acontece. El debate público se ha envilecido y a la escasez económica se suma la penuria de ideas. Los medios de comunicación, que durante siglos han sido el vehículo natural de ese debate, se enfrentan ahora no solo a la crisis general, sino que deben asumir también el profundo cambio tecnológico que la sociedad digital implica.
En medio del tsunami, decenas de miles de periodistas de todo el mundo han perdido su empleo en los últimos años y centenares, miles, de publicaciones han echado el cierre. Los editores se preguntan, con razón, por cuál es el modelo de negocio en la Red, habida cuenta del profundo deterioro de los medios tradicionales, especialmente en lo que se refiere a la inversión publicitaria. Convendría que antes de responderse prestaran atención a la demanda, a veces angustiada, que muchos periodistas se hacen, al margen de la preocupación por el mantenimiento de sus puestos de trabajo: ¿cuál es el futuro del periodismo? Si somos capaces de contestarnos, el modelo de negocio quedará resuelto.
Durante los últimos días he participado en dos asambleas que, por caminos bien diferentes, han abordado esta cuestión. La primera, un seminario internacional organizado en Madrid por el Paley Center for Media de Nueva York, en el que 70 profesionales y expertos de más de 20 países discutieron acerca de las Noticias a la velocidad de la luz. Un par de fechas después me reuní con cientos de periodistas de la Redacción de este periódico en un contexto en el que las inquietudes laborales se sumaban a las profesionales. Pero la cuestión de fondo que planeaba sobre las cabezas de los congregados era en ambos casos la misma: en un mundo globalizado, abrumado por las nuevas tecnologías que otorgan una capacidad de comunicación individual y masiva como nunca antes pudo soñarse, ¿qué papel juegan los medios tradicionales?, ¿cómo se va a organizar y financiar el trabajo de los periodistas?, ¿qué utilidad y relevancia social mantendrá de cara a la formación de la opinión pública? Los redactores de EL PAÍS (y no son los únicos) me alertaron sobre la inconveniencia de utilizar metáforas apocalípticas en este debate, consejo que agradezco y trataré de hacer bueno. En la reunión del Paley yo traté de advertir a mis colegas respecto a otra tentación: la de dibujar un mundo de utopías morales sobre el valor de los medios sin resolver el problema de cómo han de financiarse. Esta cuestión es más relevante para la convivencia política que el tipo de soporte físico (papel o pantallas de cristal líquido) que los lectores utilicen a la hora de leer las informaciones y análisis que les interesan. Y el consejero delegado de The Economist puso de relieve que sin la existencia de un periodismo profesional, sustentado por empresas comerciales, la independencia crítica y la libertad de expresión se verían amenazadas. Esto no quiere decir que reneguemos por completo de los medios públicos, algunos tan modélicos en su funcionamiento como la BBC británica, o de otros sufragados por organizaciones sin ánimo de lucro. La importancia social de la prensa, en todas sus versiones, ha justificado durante siglos que los poderes políticos ampararan o facilitaran su actividad, sin que eso tuviera que suponer una merma de su independencia. En el siglo XIX los ferrocarriles británicos adaptaron sus horarios a las necesidades de distribución de los diarios, y hace apenas cuatro años el Gobierno de Sarkozy elaboró medidas de urgencia que permitieran a los periódicos hacer frente a la actual crisis. La prensa no ha sido más complaciente con él por eso en la campaña electoral. Pero un periodismo democrático no puede estar universalmente patrocinado por Gobiernos o fundaciones. Debe regir en él la norma de la competencia, tanto como la de la cooperación.
Lo que quedó muy claro en ambas reuniones es que en una sociedad sumergida en la abrumadora cantidad de información que la Red aporta, y en la que se confunden verdades con mentiras, calumnias con denuncias ciertas, injurias con críticas fundadas, rabietas con protestas cívicas, el periodismo profesional no solo tiene un futuro, sino que resulta más necesario que nunca, y de ninguna manera puede ser sustituido por eso que hemos dado en llamar periodismo ciudadano, por más que produzca a veces contribuciones admirables.
El periodismo profesional tiene entre otras tareas la de explicar la realidad al público y la de vigilar al poder. Ha de hacerlo desde el pluralismo y aun la confrontación de los medios, pero aplicando y respetando el rigor en las informaciones y la transparencia en los argumentos. La aplicación de esos principios, de larga tradición en la prensa democrática, le valieron a EL PAÍS un alto grado de reconocimiento durante la Transición política española, hasta el punto de que el profesor López Aranguren, un mito para el pensamiento hispano de aquella época, lo definió como el “intelectual colectivo” que España precisaba. La actual crisis se caracteriza entre otras cosas por la ausencia de liderazgos, muy evidente en la clase política europea pero también en el devenir cultural, en el que ya ni siquiera es distinguible el papel de las vanguardias. El periodismo profesional puede y debe ayudar a suplir esas carencias, contribuir a generar criterios a partir del conocimiento de la realidad. Pero no sabrá hacerlo si rehúye el debate sobre sí mismo, sobre su naturaleza, eficacia y capacidad para hacer frente a los numerosos retos que tiene planteados.
Las innovaciones científicas y tecnológicas, aunque afecten profundamente a la naturaleza de los procesos productivos, no nos encierran en un universo fatal e irremediable. Antes bien ofrecen una inmensa y nueva oportunidad. Todos somos fruto de nuestros propios deseos y decisiones, y el futuro del periodismo será al fin y al cabo el que los periodistas mismos queramos labrarnos. Estoy seguro de que, dentro de otros 36 años, quienes sigan leyendo y escribiendo en EL PAÍS lo demostrarán con lucidez.
Coincide este aniversario con un momento de especial gravedad en la vida española en el que las consecuencias de la crisis económica, y la dureza de los remedios que se aplican, amenazan con ocultar la debilidad del entramado institucional de nuestro país. El empobrecimiento que nos invade lo hace a tal velocidad que las urgencias cotidianas impiden una reflexión adecuada sobre lo que acontece. El debate público se ha envilecido y a la escasez económica se suma la penuria de ideas. Los medios de comunicación, que durante siglos han sido el vehículo natural de ese debate, se enfrentan ahora no solo a la crisis general, sino que deben asumir también el profundo cambio tecnológico que la sociedad digital implica.
En medio del tsunami, decenas de miles de periodistas de todo el mundo han perdido su empleo en los últimos años y centenares, miles, de publicaciones han echado el cierre. Los editores se preguntan, con razón, por cuál es el modelo de negocio en la Red, habida cuenta del profundo deterioro de los medios tradicionales, especialmente en lo que se refiere a la inversión publicitaria. Convendría que antes de responderse prestaran atención a la demanda, a veces angustiada, que muchos periodistas se hacen, al margen de la preocupación por el mantenimiento de sus puestos de trabajo: ¿cuál es el futuro del periodismo? Si somos capaces de contestarnos, el modelo de negocio quedará resuelto.
Durante los últimos días he participado en dos asambleas que, por caminos bien diferentes, han abordado esta cuestión. La primera, un seminario internacional organizado en Madrid por el Paley Center for Media de Nueva York, en el que 70 profesionales y expertos de más de 20 países discutieron acerca de las Noticias a la velocidad de la luz. Un par de fechas después me reuní con cientos de periodistas de la Redacción de este periódico en un contexto en el que las inquietudes laborales se sumaban a las profesionales. Pero la cuestión de fondo que planeaba sobre las cabezas de los congregados era en ambos casos la misma: en un mundo globalizado, abrumado por las nuevas tecnologías que otorgan una capacidad de comunicación individual y masiva como nunca antes pudo soñarse, ¿qué papel juegan los medios tradicionales?, ¿cómo se va a organizar y financiar el trabajo de los periodistas?, ¿qué utilidad y relevancia social mantendrá de cara a la formación de la opinión pública? Los redactores de EL PAÍS (y no son los únicos) me alertaron sobre la inconveniencia de utilizar metáforas apocalípticas en este debate, consejo que agradezco y trataré de hacer bueno. En la reunión del Paley yo traté de advertir a mis colegas respecto a otra tentación: la de dibujar un mundo de utopías morales sobre el valor de los medios sin resolver el problema de cómo han de financiarse. Esta cuestión es más relevante para la convivencia política que el tipo de soporte físico (papel o pantallas de cristal líquido) que los lectores utilicen a la hora de leer las informaciones y análisis que les interesan. Y el consejero delegado de The Economist puso de relieve que sin la existencia de un periodismo profesional, sustentado por empresas comerciales, la independencia crítica y la libertad de expresión se verían amenazadas. Esto no quiere decir que reneguemos por completo de los medios públicos, algunos tan modélicos en su funcionamiento como la BBC británica, o de otros sufragados por organizaciones sin ánimo de lucro. La importancia social de la prensa, en todas sus versiones, ha justificado durante siglos que los poderes políticos ampararan o facilitaran su actividad, sin que eso tuviera que suponer una merma de su independencia. En el siglo XIX los ferrocarriles británicos adaptaron sus horarios a las necesidades de distribución de los diarios, y hace apenas cuatro años el Gobierno de Sarkozy elaboró medidas de urgencia que permitieran a los periódicos hacer frente a la actual crisis. La prensa no ha sido más complaciente con él por eso en la campaña electoral. Pero un periodismo democrático no puede estar universalmente patrocinado por Gobiernos o fundaciones. Debe regir en él la norma de la competencia, tanto como la de la cooperación.
Lo que quedó muy claro en ambas reuniones es que en una sociedad sumergida en la abrumadora cantidad de información que la Red aporta, y en la que se confunden verdades con mentiras, calumnias con denuncias ciertas, injurias con críticas fundadas, rabietas con protestas cívicas, el periodismo profesional no solo tiene un futuro, sino que resulta más necesario que nunca, y de ninguna manera puede ser sustituido por eso que hemos dado en llamar periodismo ciudadano, por más que produzca a veces contribuciones admirables.
El periodismo profesional tiene entre otras tareas la de explicar la realidad al público y la de vigilar al poder. Ha de hacerlo desde el pluralismo y aun la confrontación de los medios, pero aplicando y respetando el rigor en las informaciones y la transparencia en los argumentos. La aplicación de esos principios, de larga tradición en la prensa democrática, le valieron a EL PAÍS un alto grado de reconocimiento durante la Transición política española, hasta el punto de que el profesor López Aranguren, un mito para el pensamiento hispano de aquella época, lo definió como el “intelectual colectivo” que España precisaba. La actual crisis se caracteriza entre otras cosas por la ausencia de liderazgos, muy evidente en la clase política europea pero también en el devenir cultural, en el que ya ni siquiera es distinguible el papel de las vanguardias. El periodismo profesional puede y debe ayudar a suplir esas carencias, contribuir a generar criterios a partir del conocimiento de la realidad. Pero no sabrá hacerlo si rehúye el debate sobre sí mismo, sobre su naturaleza, eficacia y capacidad para hacer frente a los numerosos retos que tiene planteados.
Las innovaciones científicas y tecnológicas, aunque afecten profundamente a la naturaleza de los procesos productivos, no nos encierran en un universo fatal e irremediable. Antes bien ofrecen una inmensa y nueva oportunidad. Todos somos fruto de nuestros propios deseos y decisiones, y el futuro del periodismo será al fin y al cabo el que los periodistas mismos queramos labrarnos. Estoy seguro de que, dentro de otros 36 años, quienes sigan leyendo y escribiendo en EL PAÍS lo demostrarán con lucidez.
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