Por Joaquín Mayordomo, en "Cuarto Poder"
No hay que darle vueltas, a las empresas tradicionales de
comunicación ya no les interesa el periodismo; o eso parece. Lo que
ahora entusiasma a quienes olieron el negocio al albor de la información
es el cliqueo; palabra que aún no está en el diccionario, pero
que, no lo duden, pronto lo estará. Sí, quiénes, en clave de
empresarios, argumentaron, con entusiásticas proclamas, en favor de los
medios de comunicación como bastión de libertad, justicia, equidad o de
desarrollo social se han ido escorando hacia la sima en la que se pudre
la basura, tanto, que ahora sólo ven publicidad en lo que antes eran
noticias. Y visto así, el periodista está atrapado por la urgencia, lo
fácil, la inexactitud, el exabrupto, el ninguneo de las fuentes y la
falta del respeto más absoluto a los protagonistas del hecho
informativo. Y si observamos cómo tratan al público receptor, da qué
pensar. Que a éste ni se le respeta ni se le sirve como corresponde
proceder con alguien que es inteligente, sino que se le ve como algo
inerme, aborregado y sólo receptivo a lo inmediato, al ruido, el chute del suceso y al griterío; o sea, al alpiste calentito que es lo que hace que funcione el cliqueo.
Por eso hace falta un nuevo periodismo
con urgencia. Un nuevo periodismo… que es como decir que deberíamos
volver al periodismo más antiguo, al de la pirámide invertida al dar la
noticia, al de las cinco uves dobles y la hache de toda la vida —What (qué), Who (quién), When (cuando), Where (dónde), Why (por qué) y How (cómo)—;
al del titular, subtítulo, sumarios, entradilla… tal vez. Esto
requerirá nuevas empresas. ¿Qué empresas? Pues, supongo que ya no nos
van a servir aquellas que exigían instalaciones e inversiones “a lo
grande”, además de recursos humanos importantes de los que sólo el gran
capital o el voluntarismo de decenas de cooperativistas podían disponer.
Ahora, probablemente, cada periodista deberá organizar su propia
empresa en casa. Será como un pequeño productor agrícola que
comercializa su producción a través de alguna red intermediaria. Y aquí
puede que esté una de las claves del futuro de la profesión. Habrá que
vigilar que estas empresas intermediarias que se creen sean éticas,
comprometidas con la sociedad y con el periodista; empresas que respeten
el trabajo del informador y no coarten su libertad; que comercialicen
el producto que le ofrece el periodista sin aprovecharse de él. Es sólo
una idea que se me ocurre.
Pero también me pregunto si cabe la autocrítica. Y creo que sí. Porque muchos de los males que asolan a esta profesión se incubaron hace tiempo y conviene recordarlos para que no vuelva a ocurrir. Y, prueba de que lo hemos hecho mal, es que andamos estos días como parias, buscando una luz que nos devuelva a la inclusión social; tratamos de encontrar ese corcho empresarial que sea leal todavía a los viejos principios del oficio; es decir, que practique la idea de servicio a la comunidad por encima de todo. Pero ese corcho parece que se ha ido a pique…
Los periodistas salen a la calle para anunciarle a la sociedad qué se
le viene encima. “Si no hay información no habrá libertad”. “Sin
libertad la sociedad volverá al oscurantismo; a los tiempos de la
sumisión. Dejará de ser democrática”. Parecemos confundidos. Y es que,
después de algunas décadas viviendo embobados por el ruido del éxito, y
recogidos bajo el paraguas protector del poder político y económico, han
llegado las vacas flacas. Tras el reconocimiento social más pomposo,
tiempo en el que el periodismo se ha permitido casi todo, regresa la
profesión a esa realidad que nos señala (siendo generosos) como humildes
y esforzados escribas, intermediarios sin más y, ahora ya, con “escaso
prestigio” y, encima, sin acceso a las jugosas plusvalías que hasta
ahora ha dado este negocio.
Sí, los periodistas no somos las estrellas que creíamos ser. Ahora no nos queda más remedio que aceptar que debemos ser humildes mensajeros, insisto, que se pasan la vida transportando en su morral, de un lado a otro, las noticias que permitirán que la gente aviste ese horizonte en el que habita la utopía. Si logramos volver a hacer información sin más, estaremos salvados; sino, seguiremos siendo —hablo en general, que no se ofenda nadie— vulgares charlatanes, en tanto que continuaremos estando atrapados por el poder, sea del signo que sea, o por esas empresas de comunicación que ya hace tiempo entendieron que comunicar (no informar ni formar) les dejaría pingües beneficios si “las cosas” se hacían “a su manera”. O sea, otra vez volvemos a tropezar con el cliqueo.
Esto empezó a ir verdaderamente mal cuando hubo periodistas —cegados por la vitola de estrellas— que aceptaron hacer publicidad. Y fue aún peor cuando algunos informadores dejaron de tener reparo en prestar sus servicios en un medio que se catalogaba de izquierdas por la mañana y en otro que decía ser de derechas por la tarde, o viceversa. Y definitivamente dio al traste la profesión cuando las empresas que se dedican a lo que llamamos la Comunicación concluyeron que los periodistas no eran más que una parte de sus activos para obtener beneficios.
Es decir, el periodista ha pasado de ser un intermediario esforzado que acerca la información a la sociedad, a ser una especie de feriante, no importa qué venda ni para quién. Eso sí, cuando el periodismo era un oficio —un oficio artesanal que se nutría de la constancia, y sin otra aspiración que la de servir—, quiénes lo ejercían debieron aprender a convivir con sus debilidades mientras trataban de evitar esos conflictos que surgen siempre entre los intereses de la empresa y la escala de valores de cada uno, además de tener que “lidiar” a menudo con las fuentes y otros poderes fácticos. Pero esto formaba parte de las “cualidades” del oficio; era su grandeza. Hoy los valores… ¡Ah, los valores! A los valores la empresa sugiere, enseguida, que uno se los deje en casa, ya que a ella sólo le interesa la rentabilidad; un concepto éste que choca frontalmente con las dudas filosóficas. Así, el periodismo se ha ido debilitando hasta renegar de la mayoría de sus principios.
Con frecuencia no importa si las fuentes son o no de fiar. Tampoco importa hoy demasiado dar información sin contrastarla; de hecho, si la noticia es el naufragio de una patera —algo harto frecuente, últimamente, por desgracia— puede que en la web de turno aparezcan 10 muertos ahora y unos minutos más tarde, 5, y medio día después, 15. ¿A quién le importan el número exacto de muertos? Lo que importa es ser el primero en publicar “el rollo” del naufragio, contenga o no errores. Incluso esto del periodismo se ha pervertido tanto que algunos no tienen reparo en inventar “lo que sea” para ganar “cuotas de mercado” o “provocar cliqueos”. La objetividad o la verdad (aunque la verdad del periodismo sea casi siempre una verdad subjetiva) han pasado a mejor vida.
Es cierto. Ha cambiado el mundo tanto que, en lo que se refiere al periodismo, parece como si éste hubiera muerto. No hace tantos años que en la redacción de los periódicos se oían con frecuencia consignas como esta: “¡Cuidado, ya sabéis que no se pueden citar marcas! Que la publicidad se paga. Las fuentes hay que contrastarlas, eh; hay que busca opiniones distintas; la vuestra sobra. Y hacen falta datos. ¡Datos! Los datos son la chicha de la información”.
¿Qué credibilidad puede tener alguien que presenta un informativo en TV, por ejemplo, y aparece en otro momento alabando las bondades de una multinacional lechera? ¡Cómo hemos podido olvidarnos de que la información y la publicidad son incompatibles!
Hoy se le hurtan al público receptor datos imprescindibles para una mejor comprensión de la información. Si se trata de una entrevista, datos como la edad, su profesión o el lugar de nacimiento del entrevistado, no aparecen. Y si se informa de un suceso con víctimas mortales, es posible que no se diga el número de muertos. Incluso algo tan imprescindible como el resultado de un partido de fútbol recuerdo no haberlo leído en la crónica que editaba un periódico de Marruecos. Es decir, el trastoque de códigos y valores que vivimos ha acabado por hacernos creer que en periodismo vale todo con tal de ser el primero en llegar al público.
¿Pero a quién cabe echarle la culpa? Cuando las ruedas de prensa dejaron de ser tales para convertirse en actos de propaganda, los periodistas debimos protestar y no aceptar en silencio, sin hacer preguntas, “las charlas” de quiénes las daban. Debimos protestar en lugar de salir corriendo con los folios “oficiales” bajo el brazo, con las imágenes o el sonido aún “calientes” para poder emitirlas “ya, ya”, los primeros.
Sí, alguna responsabilidad debemos tener… Menos que las empresas, por
supuesto. Aunque sólo sea porque ellas nos vienen obligando a que,
incluso antes de que concluyan las ruedas de prensa, tuiteemos
lo que está ocurriendo, trascribamos sin dilación los destacados de las
“notas oficiales”, o para que hagamos una crónica de urgencia (parcial y
apenas pergeñada, lógicamente) para llegar al receptor los primeros.
Más cliqueos.
Nadie, estoy seguro, tiene hoy claro por dónde romperá esta profesión. Porque, como dije al principio, a las empresas actuales de comunicación ha dejado de interesarles el periodismo en el sentido más profundo del término. De modo que habrá que inventar nuevas formas de ejercer el oficio… Nuevas empresas… Pero, entre tanto —esto será lo más difícil—, los periodistas han de regresar a la calle para hacer su trabajo y, de paso, explicarle a la sociedad que el ruido informativo que reina, y que se nutre de manipulación y vocerío, no le traerá más que incomunicación y problemas. La sociedad debe entender que el periodismo es necesario para conservar la libertad conquistada; y que sólo con un periodismo libre, y a la vez comprometido, puede intentarse alcanzarse esa Utopía que esconde el horizonte. Entre tanto, caminemos.
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