Por Silvio Waisbord PROFESOR DE COMUNICACIÓN, GEORGE WASHINGTON UNIVERSITY, AUTOR DEL LIBRO “VOX POPULISTA” (GEDISA)
Las “presidencias mediáticas” no tienen ideología. Sus reglas
determinan que el poder sea constantemente (re) presentado en los
medios, que los códigos propios de los medios dominen la escena
política y que la comunicación participativa aparezca como una reliquia
de anticuario.
De Chávez a Correa, el populismo de estos últimos años en
América Latina se arropó en las banderas de la comunicación popular pero
no pudo despojarse ni ignorar los códigos de la comunicación política contemporánea.
Su
ambición retórica dibuja un horizonte revolucionario comunicativo. Se
concibe como una alternativa al orden de la comunicación vertical
controlada por pocos. Auspicia fomentar la “voz de los que no tienen
voz” y revertir disparidades en el acceso al discurso público.
Promesas realizadas, irónicamente, en interminables monólogos de Jefes de Estado.
Esta visión no se condice con la realidad de la comunicación
presidencial bajo los populismos. Si se compara con otras presidencias
contemporáneas, no se observan variaciones sustanciales. Aprovechando
que la Presidencia continúa siendo el generador más importante de
noticias, los objetivos son los mismos: realzar la visibilidad pública,
controlar la agenda informativa cotidiana, vanagloriarse de logros, criticar a los críticos, y dar rienda suelta al narcisismo.
Cualquier
presidente no solo deber serlo sino también parecerlo. Y la presencia
mediática es la vía rápida para dar corporalidad a la abstracción del
poder y la gobernabilidad.
Los métodos que favorecen el populismo
actual no son diferentes de los utilizados por presidentes
contemporáneos, de derecha o izquierda, carismáticos o soporíferos,
telegénicos o fotofóbicos, cultores del buen idioma o lenguajecidas.
El mensaje es, ciertamente, diferente:
los presidentes populistas expresan temas distintivos, incluyendo
algunos de escasa presencia en el debate público: derechos, pobreza,
distribucionismo, diversidad social y cultural. Las estrategias, sin
embargo, son las mismas que recomienda el manual del buen comunicador
político: conferencias de prensa con audiencias amigables,
off-the-records con periodistas confiables, eventos mediáticos coreografiados (con decorados de gente y pueblo), y flujos de información unidireccional en redes sociales.
La
comunicación populista no coloca a la ciudadanía/pueblo en el centro.
No revoluciona los estándares habituales en tanto exalta la figura
presidencial. Las voces ciudadanas siguen ausentes; no cuentan sus
historias, esperanzas, demandas y problemas en espacios discursivos
dominados por la palabra individual.
No hay cadenas o discursos
populares sino presidenciales. No hay diálogo con interlocutores en
igualdad de pie, principio vertebrador de la tradición horizontal de la
comunicación, sino eventos unipersonales. Vox populi se reduce a vox populista.
Puesto
que el populismo se caracteriza por fuertes liderazgos personalistas,
la Presidencia debe comunicar constantemente para autocumplir su
profecía que la cabeza del Estado es el Estado, y que la revolución
social se corona en una cabeza redentora e infalible.
La enorme
dependencia en una persona, presentada como la encarnación de actores
colectivos (el pueblo, la nación), genera traspiés cuando no mantiene la
misma intensidad. La ausencia presidencial por horas en Twitter o días
en televisión despierta sospechas y rumores ya que contraviene su
principio de cabecera: “ganar la calle mediática” cotidianamente.
Como
ningún otro miembro del gobierno tiene similar obligación de comunicar,
se generan vacíos comunicacionales provocados por la falta de una
persona. Una situación profundamente irónica para un movimiento de masas.
O
quizás el populismo promete lo imposible: transformar la naturaleza de
la comunicación presidencial que domina la política contemporánea.
Las presidencias mediáticas no tienen ideología. Sus reglas determinan que el poder sea constantemente (re) presentado
en los medios, que los códigos propios de los medios dominen la escena
política, y que la comunicación participativa aparezca como una reliquia
de anticuario.
Es innecesario y paradójicamente hipócrita glorificar la voz popular si el propósito central es controlar el mensaje,
colocando e ignorando temas. Lo mismo que desea cualquier presidencia,
más allá de simpatías partidarias y diferencias ideológicas.
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